Histórico

Los Nutabe buscan otra oportunidad en la tierra

Con Hidroituango desaparece el caserío Orobajo, último refugio de la etnia Nutabe. Sin acompañamiento, sería borrada de la faz de la tierra.

03 de febrero de 2014

A doña María Normandina Feria de Sucerquia le tocó aprender a caminar para escapar de la muerte en uno de los muchos asaltos contra su pueblo, el de los indígenas Nutabe, casi extinto.

Los únicos sobrevivientes, unas 32 familias, serán testigos de la desaparición de Orobajo, caserío al que quedaron reducidos en el cañón del río Cauca, luego de siglos de esclavitud española, adoctrinamiento religioso cristiano en las encomiendas y oleadas violentas de los siglos XX y XXI.

Del modernismo solo han conocido el disparo certero del fusil, el vuelo de los helicópteros militares y, por fin, el celular, a cuya señal acceden si atan el aparato a un árbol y, en medio de una paciencia infinita, esperan la llegada de la señal para marcar.

La vida para el caserío de Orobajo desaparecerá bajo las aguas de la represa de Hidroituango, el más grande proyecto hidroeléctrico del país, que construye Empresas Públicas de Medellín.

Para María Normandina, 71 años de edad, 1,53 metros de estatura, una suerte de árbol disecado por una vida de trabajo, más que la muerte de su pueblo, la construcción de la represa será el epitafio de su estirpe, que ha sobrevivido varios siglos en el cañón.

"Para nosotros, la vida es el río, pues de él sacamos el único sustento posible en este desierto, el orito. Si no hay oro no hay vida. No habrá comunidad, cada uno tendrá que recoger su sangre, gastarse lo poco que nos está ofreciendo EPM y buscar cómo no dejar morir a su familia quién sabe dónde", dice Normandina, viuda de don Virgilio Sucerquia, el Último Cacique Nutabe de la región, asesinado por un grupo paramilitar que asaltó el pueblo el día de la Virgen del Carmen de 1998.

Tras la muerte de don Virgilio, último "bigman", gran padre, ser aglutinador, buena parte del pueblo se disgregó. Entre quienes veían a don Virgilio como el patriarca, el miedo, el hambre, la soledad, el absoluto abandono Estatal y la angustia se metieron al corazón, el del Nutabe, y lo explotaron en mil pedazos.

Antropólogos de la U. de A. que han seguido sus huellas en el desierto social aseguran que algunas mujeres aprendieron oficios domésticos y trabajan en casas de familia en Medellín y que los hombres se dedicaron a tareas de construcción. Todos, sin excepción, habitan en barrios de miseria.

"Triste suerte para nosotros que no sabíamos de tristezas", se lamenta Normandina. A la comunidad siempre se le ve compartir alegre su pobreza, uno de los más sublimes nombres de la riqueza.

"Todo aquí es de todos, la aguapanela, el agua hervida, la mazamorra, los fríjoles, el arroz y hasta los niños porque a las más viejas, desde que aprenden a hablar, nos dicen mamita o contratía", comenta doña María Erlinda Feria Torres, 66 años. Allí todos viven del oro sacado del río.

La pobreza compartida, esa bella forma de ser alegre, la refleja Alejandra, 12 años de edad, hija de Aída López y Edi Sucerquia Feria, líder de la comunidad, e hijo del difunto don Virgilio.

Al amanecer del segundo día en el pueblo, despertamos con el canto de los gallos. En la cocina de Aída ya está listo el café con leche, que nos invita a compartir. Al ofrecerle a Alejandra, que ya está despierta, a las 5:20 a.m., ella simplemente sale de la casa y se va para donde su abuela Normandina, en cuya cocina se acostumbró a recibir los primeros tragos.

Los niños son independientes desde que se tiran de la cama y se mueven de casa en casa porque todas son sus casas. Sus travesuras, incluso las de nenes de menos de dos años, se corrigen con un chancletazo.

Un viaje imposible
Llegar a Orobajo, corregimiento de Sabanalarga, en lo profundo del cañón del río Cauca, o el Mono, como le dicen los indígenas por su color rojizo, es una aventura de resistencia.

Se llega por dos caminos, ambos infinitos, desérticos y tortuosos. El primero y más recomendado parte desde Sabanalarga y cruza una cadena de boquerones resecos. Un indígena, que trajina semana tras semana la región, se echa entre 10 y 12 horas. Si va con carga el tiempo se extiende.

El otro camino sale del alto de Tarascón, a 2.200 metros de altura sobre el nivel del mar, pero casi nadie en la región lo recomienda por ser todo en descenso por los filos de las montañas, con un piso de arena mezclado con piedras filudas como cuchillos, que devoran las suelas de las botas y las herraduras de las mulas. Son entre siete y ocho horas.

Pese a ser el más corto, por lo general, hay que amanecer en el camino, porque las plantas de los pies se laceran por el esfuerzo del descenso sobre las peñas. Por allí bajó la misión de El Colombiano en una jornada. Pese al impresionante calor, la naturaleza es una poesía visual por sus sucesivos cañones, las crestas de las montañas y las parejas de guacamayas azul claro, verdes y arcoiris que surcan el aire caliente por cientos.

Nuestro recibimiento en el caserío fue el mismo que le tributan a todo el que allí llega. Qué les provoca, tómese este refresco, descanse, ya viene el presidente de la Acción Comunal, ya viene la profesora, ya vienen los ancianos... Ahí están los niños y sus numerosos perros todos voleándonos la cola, como si fuéramos sus amos, porque así los entrenaron para darle la bienvenida al visitante.

La gran familia
Nada en el pasado desintegró al pueblo Nutabe como la guerra paramilitar. Ni siquiera las tragedias más amargas, ni los días en que las tropas liberales se metieron al caserío y sacaron a doña Normandina, cuando era una bebé, huyendo entre los policías que también salieron huyendo al escuchar los zumbidos de los primeros disparos rompiendo el viento para anunciar la llegada de la guerra partidista al pueblo.

Ese día los asaltantes quemaron la iglesia por goda, la inspección de policía por goda, el comando de policía por godo; luego cogieron marranos y gallinas y les preguntaban a los prisioneros si su dueño era liberal o conservador. Si era conservador, al animal le daban cuchillo por godo; al final también se comieron incluso los marranos liberales y le echaron candela al pueblo hasta ver arder la última casa porque ese pueblo era godo, y además era el pueblo de los amores de monseñor Miguel Ángel Builes, quien amaba el caserío y aprovechaba allí sus pulpitazos para invitar a los lugareños a apoyar la cruzada de exterminio de los bandidos liberales.

El pueblo además vivió su apocalipsis porque por allí pasó el presidente conservador don Marco Fidel Suárez, quien, en su infinita sabiduría, conocía la historia de los aborígenes Nutabe, su gesta guerrera, la vida valiente de sus caciques y su valor para la historia de Antioquia y Colombia, la misma que hoy desconocen el gobierno y sus autoridades oficiales indígenas, para quienes los Nutabe no existen y, por lo tanto, no figuran en los auxilios oficiales, porque a este pueblo nada le toca.

De hecho, en una de las tantas disputas (1811) por las administraciones de los pueblos que quedaron como rescoldo de la Colonia en el cañón del Cauca, norte de Sabanalarga, chocaron el gobernador de Sabanalarga, que argumentaba que los que allí vivían eran población indígena, y el alcalde poblador de San Andrés de Cauca, quien afirmaba que era población libre y, por eso, les cobraban los estipendios por el mazamorreo, lo que dejó a la ya sacrificada estirpe Nutabe en el limbo de la historia.

Así la historia oficial los arrinconó hasta borrarlos de toda forma de apoyo oficial. "No hay plata para mejoras de vivienda ya que esto lo van a inundar y ni siquiera nos dieron los jornales que siempre nos llegaban de la alcaldía para mejorar los caminos, pues para qué caminos, pensarán ellos...", dice Edi, hombre sin ningún asomo de odio en su rostro o pesimismo en sus palabras, pese a que sobrevivió a la masacre paramilitar de 1998, en la que perdió a su padre, el Último Cacique Nutabe y a cuatro más de sus parientes.

Él sobrevivió porque, como en el diluvio universal, alguien tenía que quedar para contar la historia y llevar al pueblo a nuevos testamentos.

Edi recibió cinco disparos de fusil, que su humanidad indígena, de hombre de paz, soportó. Pese a la gravedad de los impactos, uno de ellos en un pie, y dos paramilitares disparándole sin tregua, voló sobre una barrera de tapia, corrió falda abajo y loma arriba hasta perderse de la mira de sus perseguidores.

Cuando las fuerzas lo abandonaron se recostó en un árbol de carate y sintió que un sudor espeso le bajaba por la cabeza. Era su sangre, revisó su cuerpo y vio las perforaciones en cabeza, abdomen, manos y su pie. En ese momento imaginó que así llegaba la muerte y se dio por vencido, no sin antes escuchar los últimos disparos de la masacre con la que ahogaban a su pueblo reunido frente a la escuela que con tanto sacrificio y amor hicieron para aprender a leer, sumar y escribir.

Doña Normandina, quien ya había sobrevivido a otras matanzas, no se dejó arredrar de los paras que obligaban a todo el mundo a acudir a la escuela. Llena de valor, prácticamente, se hizo invisible, recogió a uno de sus nietos y pasó cerca de los asesinos sin que notaran su presencia. Al final de la masacre caminó tras las huellas de sangre que dejó Edi, en su huida por arenales, piedras, cactus y troncos de carate, hasta hallarlo moribundo en el piso para darle la fuerza suficiente y no dejar apagar su corazón.

Sobre la construcción de la represa que borrará al pueblo de la faz de la tierra, la incertidumbre es peor que todas las otras formas de desplazamiento. "Aquí se pierde el río y si perdemos el río perdemos la vida".

"Cuando la empresa se llamaba Pescadero Ituango nos hicieron unos ofrecimientos", dice don Nevardo López, otro de los ancianos del pueblo. Pero hoy todo parece cambiar y cada funcionario llega con una propuesta diferente.

Unas 20 de las 32 familias que allí habitan ven interesante una propuesta de reubicación en las fincas La Floresta o Carquetá, ambas con tierras en la represa. De darse esa reubicación, que es el compromiso de EPM, contarían con acompañamiento social de Codesarrollo, en proyectos de ganadería y agricultura de subsistencia y otros que mantendrían vivo el tejido comunitario de la etnia. Otras familias no saben qué hacer, porque ni siquiera los funcionarios se ponen de acuerdo en los ofrecimientos.

Pero para una estirpe, condenada al abandono eterno desde el gobierno, es una suerte de utopía pensar que con la inundación, el pueblo saldrá de la nada para ser protagonista de la nueva historia de Antioquia.

Es entonces cuando doña Normandina, a sus 71 años, pone al fuego su sabiduría indígena: "Si ese río será una mina de oro para la energía, no puede ser, al mismo tiempo, mi ruina y la de mi pueblo. A los diez años los niños empiezan a trabajar en el río. A esa edad comencé yo y a esa edad llevé a mis hijos después de que les mataron a su padre. Con la inundación ni siquiera habrá dónde trabajar".

La anciana, consumida por el humo de su cocina, las jornadas detrás del oro y las eternas caminadas a Sabanalarga, a la que ya no es capaz de llegar, contempla sus lujos: un cuadro con el retrato de su esposo asesinado, su más grande tesoro; dos gatitos tan flacos como ratones, un vestido comprado años atrás, algunos utensilios inmunizados por el hollín y la nobleza de quien siempre dice la verdad.

Al final, mira fijamente y desde la sabiduría indígena que les ha permitido mantener vivo a su pueblo, pese a que ya fue borrado de la literatura de la historia nacional, reflexiona: "Habrá que esperar que el agua llegue y que lo prometido deje de ser palabras".