Marilyn, la mujer de todos
Marilyn Monroe nunca ganó un Oscar. Ni siquiera estuvo nominada. Dorothy Malone ganó el galardón de la Academia en 1957 por Escrito en el viento de Douglas Sirk, el mismo año en que Marilyn protagonizó una película que se llamó The prince and the showgirl, en la que compartía cartel con Laurence Olivier, para muchos, el mejor actor inglés de todos los tiempos.
Casi podría jurar que nunca antes habían oído hablar de Dorothy Malone, pero de Marilyn recuerdan que tenía un lunar, como un cielo lindo, junto a la boca, y saben que su muerte es un misterio y la pueden ver, cuando cierran los ojos, parada sobre un respiradero, sosteniéndose la falda que se alza por el viento, aunque nunca, jamás, hayan visto una de sus películas.
Eso es lo que diferencia a los actores de las estrellas. Las estrellas no necesitan premios para serlo: más que intérpretes, son siluetas que recortamos del periódico y que encarnan por sí solas, una cualidad. Como los antiguos dioses griegos. Y Marilyn, como la estrella que fue, hace parte de ese panteón cinéfilo, de nuestra memoria colectiva.
Por eso Una semana con Marilyn, a pesar de su no muy inspirada dirección y de que cuenta una historia que todos hemos visto antes (la del primer amor, entre un hombre joven y una mujer con más experiencia, que lo usa como paño de lágrimas), vale la pena. Porque nos permite acercarnos, gracias a la acertada encarnación que logra Michelle Williams, a la Marilyn que todos hubiéramos querido ver de cerca. Ahí está esa voz dulce y aniñada, que usaba para manipular a las personas a su alrededor.
Esa inteligencia natural, que le permitía responder a las preguntas impertinentes de la prensa con frases ingeniosas.
La desconcertante inseguridad que obligaba a repetir una escena decenas de veces. Todo eso aparece en el marco de la filmación de la película con Olivier, donde el joven Colin Clark, cuyas memorias sirvieron como base para el guión, consigue un puesto como asistente del director y se convierte, por esas casualidades mágicas de la vida, en el único hombre en la vida de Marilyn, durante una semana del verano de 1956. Su visión de adolescente enamorado se cruza con las vicisitudes que se presentaban tanto en la filmación como en la vida de la estrella, cuyo matrimonio con Arthur Miller no pasaba por el mejor momento.
A través de la experiencia de Clark (que nadie puede confirmar o negar, porque todos sus protagonistas están muertos) asistimos a un drama romántico que nos conquista por su dulzura, por las buenas actuaciones del reparto y porque la figura de Marilyn Monroe sigue siendo irresistible. Puede que lo que nos presentan sea una fantasía, pero retrata la idea que tenemos de esa estrella frágil, demasiado sensible para soportar la presión que implicaba ser Marilyn Monroe, la mujer que todos deseaban.
No hay morbo en este interés nuestro. Es más bien piedad. Y nostalgia por no haber vivido en la época en que las estrellas eran, para bien de la fantasía y la magia, inalcanzables.