Pueblo Galleta
A veces lagrimeo a solas al recordar el sufrimiento de los campesinos de aquella aldea de Urabá, situada en el área rural del corregimiento Currulao, entre Apartadó y Turbo.
El 14 de septiembre de 1995 fui en busca de la historia de un pescado que tenía inscrito un número de la suerte (1124), que desfondó las casas de chance de Urabá. Pero tropecé con una masacre salpicada de inhumanidad y barbarie de la que ahora habla alias HH, en sus versiones de Justicia y Paz. Les relato lo que vi y oí:
"Un forense de la Fiscalía pide que espere mientras termina de vomitar en un balde en el que estaban los traperos del cuarto del aseo del hospital de Turbo. Un minuto después sale a atenderme. Con su pañuelo bañado en agua hace círculos en el rostro. Los cadáveres de seis campesinos masacrados por los paramilitares en una aldea a la que llaman Pueblo Galleta, a 40 minutos de la Carretera al Mar, que une los municipios de Urabá, están hechos trizas.
-Imagine que una de las cabezas no aparece y el cuerpo recibió tantos impactos de fusil que cuando lo toqué comenzó a desmoronarse, a deshacerse en la mesa. ¿Así quién hace un levantamiento?- bromea el funcionario, que corta la conversación y dice que comprará un sándwich porque el del almuerzo ya está cubierto de moscas y va camino al desagüe.
En la parte delantera de la morgue están los deudos. Tres señoras y dos campesinos. Ellas gritan sin parar. No las dejan entrar para ver a sus muertos. Las lágrimas y los quebrantos, agotados por las horas, tienen también un acento de terror. Acaban de vivir la madrugada más aciaga de sus vidas.
Los paramilitares llegaron con el alba. Ocuparon el caserío y obligaron a la gente a reunirse en el centro, mujeres y niños. A los hombres los separaron. Después de escoger a las víctimas las fusilaron una a una. También destrozaron los cuerpos a machete. "Es para que aprendan la lección", decía el jefe del comando paramilitar a los pequeños y a sus madres y hermanas.
Pero lo peor estaba por venir. Después de decapitar a uno de los lugareños uno de los atacantes tuvo una idea que enmudeció al pueblo: jugar un partido de fútbol con la cabeza que acababa de cercenar. La comunidad permaneció de pie obligada a ver a los uniformados, que gritaban y contaban los goles que hacían con aquel pedazo de humanidad. La cabeza, poco a poco, se desbarató con las patadas y la fricción con las piedras y el polvo del piso de aquella aldea rodeada de bananeras.
Esas escenas les taladran el corazón y la mente a los campesinos agolpados junto a los cajones mortuorios que comienzan a llegar al hospital de Turbo. Las mujeres más ancianas parecen desmayar, desvanecerse en medio de gritos interminables. Yo contemplo sus vestidos de telas desvaídas y rotas, de una humildad suprema. Y sus manos, con las venas en relieve y las uñas mugrosas de escarbar en la tierra para arañarle un pedazo de comida. Me atrevo a preguntar por aquella espantosa jornada y una anciana me responde:
-Hijo, no me pregunte, que si le cuento ya tal vez nunca más vuelva a hablar. Si le digo lo que tuve que ver con mis niños, mi alma no va a querer vivir más en este pecho".