Histórico

Rosa: esa es la flor de la iraca

Rosa Atehortúa García, la artesana más reconocida de Aguadas, trabaja con iraca ¡y no es sombrerera!

23 de julio de 2012

En la casa de Rosa Atehortúa García no se pueden acostar temprano. Mantienen tantos encargos de artesanías que se la pasan hasta media noche con la aguja capotera en la mano, ensartando iraca.

La artesana más conocida de Aguadas tiene 68 años y siempre ha vivido cerca al matadero local. Así, cuando ella y sus hijas se levantan “a hacer el oficio de la casa” para poder sentarse tranquilas a su labor de artesanas, ya han oído dos o tres veces los gritos de los vaqueros en la calle: “¡Ojo, que se voló un toro!” Y tras los gritos, los silbidos y los ruidos de cascos en el pavimento y los mugidos desesperados del animal por escapar a su destino.

La mañana de nuestra visita amanece con neblina. La torre de la iglesia, las araucarias del parque y las montañas están ocultas por esa nube flotante. La larga calle que del parque central conduce, cuesta abajo, al cementerio y, de allí, a la casa de Rosa, apenas sí se percibe. Y los tejados que la enmarcan a duras penas se distinguen en las primeras dos o tres cuadras. De pronto, como por un soplo de gigante, desaparece la neblina. El mundo es transparente. La lluvia, que ya se ve, permanece por unos minutos más, tras los cuales también acaba.

Ese municipio del norte caldense tiene fama por la fabricación de sombreros. El sombrero aguadeño, le dicen. Y hasta tiene un museo en el que exaltan esta prenda. Ese sombrero sirve, no solo para dar sombra sino para evitar el frío en la cabeza en mañanas como esta. Lo singular de Rosa es, precisamente, que, siendo la artesana más célebre de Aguadas, a diferencia de los más de sus colegas paisanos, no fabrica sombreros. Con la misma iraca, ella hace aretes, diademas, hebillas, portavasos, muñecas, chinas o sopladoras de fogón, floreros, flores, canastas, cofrecitos, joyeros, monederos, chanclas, muleras, portabotellas, estuches para las damajuanas de ron o de aguardiente, marranitos de alcancía, bolsos, prendedores...

A nuestra llegada, la puerta se queda abierta y Rosa va a sentarse en una silla. Deja el caminador frente a ella. En una aguja capotera enhebra una fibra de iraca. Comienza a fabricar un sombrero miniatura que será un llavero, solo para que nosotros entendamos el proceso creativo.

La verdad revelada
Cuenta que ella aprendió con su mamá, Elvira García; no de ella. Sus primas sabían hacer todas esas manualidades, pero jamás se dignaron enseñarles. Evadían: ‘La que sabe Lucila’, y esta, cuando le preguntaban, decía que ella no, que la habilidosa era Marina. Sí, egoísmo.

En este punto, un gato de manchas grises y blancas atraviesa la sala y, con la cola, roza una pierna de la avezada artesana. Ella no se inmuta por ello y sigue narrando su historia. Y tejiendo.

Pero como nadie tiene la verdad revelada solamente para sí, “mi mamá y yo, viéndonos sin trabajo y sin nada, le hicimos una novena a Jesús de la Buena Esperanza. Ella era muy devota de Él”.

Jesús de la Buena Esperanza no fue sordo a sus clamores ni se hizo esperar. De repente y como de la nada, apareció en casa una mujer, de cuyo nombre ella no puede acordarse, ofreciendo artesanías de iraca. “Y yo, que era tan metida, le dije: ‘¿usted no me enseña?’. ‘Pero, por qué no’, me contestó. Y dicho y hecho”.

“Metida, no; inquieta” -le corrige Carlos, su hijo, quien no se dedica a este negocio, sino a la agricultura, pero está tan enterado del movimiento de las artesanías como cualquiera de las mujeres de la casa-.

Rosa se interrumpe cada tanto para expresar su vergüenza porque encontramos la sala -que es el taller- sin barrer ni organizar, y se excusa diciendo que ni ella ni Beatriz, una de sus hijas artesanas, madrugaron hoy por el trasnocho de ayer. Pero le reiteramos que ese desorden en el diván, formado por objetos sin terminar, herramientas y materiales, así como esa basura del suelo constituida por tiras de la fibra vegetal, unas del blanco amarillento que viene originalmente de la planta y otras teñidas, son los que dan vida al taller. Los talleres no pueden ser asépticos como gabinete de dentista.

“La teñida de las hebras es otra enguandia”, comenta Rosa, sin apartar del tejido sus ojos, respaldados por unas gafas de miope. “Tiñen las hebras con una tinta que echa un árbol llamado curadador”, interviene el hijo. ¿Por qué a ese árbol no le dicen curador? “Vaya usted a saber”.

La mujer del presidente
Tienen dos formas de vender las artesanías. Una: con encargos que no dan tregua. La llaman comerciantes de Pereira, Bogotá... Nada menos, mientras estábamos con ella, llegaron varios mensajes de aumentar pedidos locales y de Medellín. Los pedidos son tantos, que cuando la visitamos, apenas sí había objetos de muestra.

“De los prendedores que quedan ahí -dice Rosa, señalando con la aguja un exhibidor de corcho colgado en la pared-, llevó la esposa del Presidente. No la de este, sino la del anterior, cuando vino a esta casa un día que el Gobierno estuvo en Aguadas”. Recuerda que cuando le dijeron que iría a visitarla la esposa del Presidente, ella no sabía qué hacer ni qué decirle “porque yo no sé cómo habla esa gente”, entonces le di una Virgen de las Lomas, patrona de las tejedoras, un frutero y un individual. Ella me dio un euro de cincuenta”. “Cincuenta euros -corrige Carlos, quien agrega:- “mi mamá y mis hermanas tienen clientes hasta en Capurganá, y nunca han ido por allá”.

Dos: Marta Emilia, la otra hija vinculada al negocio, además de quedarse por tiempos en casa fabricando artesanías, participa en ferias artesanales de varias ciudades del país.

En los cuarenta años de actividad, a Rosa nunca le ha faltado nada. La comida, dice, el estudio para los muchachos y ahora, que ellos se sostienen por sí mismos, los medicamentos. “En mis tiempos, hacía hasta dos bolsos en un día; ahora hago uno. Gracias a Dios estoy paradita y tengo este arte. Puedo caminar muy poco, pero qué más que con el dinero puedo comprar mis pastillas para la diabetes, el endulzante y los pañales para la incontinencia”.

Rosa tiene un trofeo por la excelencia de su labor. En él dice: «La Manuela». Lo recibió en 2008, en el bicentenario de Aguadas. Con él adorna una de las paredes de la sala de su casa.