De cuando Laura era una niña
La familia fue fundamental para _la madre Laura. De la muerte de su padre a la compañía de su madre.
Cuando Laura nació, su madre no la sostuvo en brazos. Antes debía ser bautizada. Era 26 de mayo de 1874 y ese mismo día, cuatro horas después, estaba frente al presbítero Evaristo Uribe. Ni su madre, Dolores Upegui, ni su padre, Juan de la Cruz Montoya, llevaban el Laura en su cabeza. A ella le gustaba Leonor. Él quería que la niña se llamara Dolores. El sacerdote decidió: sería María Laura de Jesús.
Aunque hubo un día que casi deja de llamarse así. Cuando fundaron la congregación, ella propuso que todas se cambiaran el nombre, cuenta la hermana Estefanía Martínez, misionera de la congregación, de 90 años y que la conoció, que fueron sacando a la suerte los nombres de sus santas de devoción. “A la Madre le salió María del Perpetuo Socorro, pero cuando monseñor Crespo le escribió en alguna ocasión madre Laura de Samborondón, la madre firmó así y él se rió, porque era por burlarse. Le escribió, no, su nombre ha de ser Laura de Santa Catalina”. Así fue para siempre y a ella le gustaba. “Cuando conocí que tal nombre se deriva de laurel que significa inmortalidad -escribió la madre Laura en su autobiografía-, lo he amado, porque traduce aquella palabra: con caridad perpetua te amé”.
La historia de Laura empieza antes, con sus papás, incluso con sus abuelos. Juan de la Cruz era hijo de Cristóbal Montoya y Mariana González. Los papás de doña Dolores eran Lucio Upegui y Mariana Echavarría. Los dos nacieron en Aná, un barrio, en ese entonces, lejanísimo, que ahora es Robledo. Quizá allá se conocieron. “Fue joven de hermosa presencia y distinguida por su caridad y seriedad. Nada extraño que la rondaran un alto magistrado de la villa de La Candelaria y otros connotados caballeros. Pero ella los desdeñó y prefirió a Juan de la Cruz. Para éste fue su corazón y más tarde su recuerdo (...)”, escribió el padre Carlos E. Mesa en su libro Laura Montoya, una antorcha de Dios en las selvas de América.
Juan de la Cruz y Dolores se casaron en 1872. Para la época, ella ya tenía sus años: 26. Él la llamaba doña Doloritas. Tenían una muy buena relación y posición social, señala la hermana Magnolia Parra, directora de la casa museo de Jericó, con ama de casa y hasta nana para los niños, aunque, para ella la educación de sus pequeños era su responsabilidad. “Eran personas muy cristianas, de muy buenas costumbres”, apunta Estefanía.
Don Juan de la Cruz empezó a estudiar medicina, pero la guerra no lo dejó terminar y se hizo comerciante. Fue la época en que se fueron a vivir a Jericó, donde nacieron sus hijos: Carmelita primero, Laura en la mitad y Juan de la Cruz al final.
En Jericó el padre llegó a ocupar cargos oficiales importantes, sin dejar de ser comerciante y médico práctico. En 1876 era procurador, lo que hoy sería personero. Ese año se declaró una de las tantas guerras que han sacudido Colombia.
Don Juan de la Cruz era un católico devoto y pertenecía al partido conservador. La hermana Magnolia expresa que entre sus frases llegó a decir que “los enemigos de la fe y el bien tenían que pasar sobre su cadáver”. En esa defensa de su religión y sus convicciones, murió en un combate contra los liberales, al mando de Clímaco Uribe. Según su partida de defunción, “dos balazos cegaron su existencia”. A doña Doloritas le llevaron uno de sus brazos, para sumarle a su dolor.
Laura solo tenía dos años cuando murió su padre y, desde entonces su madre, lo lloró durante 20 años. “Todas las noches -se lee en el libro del padre Mesa-, al desgranar su rosario hogareño, según la bella usanza de aquella época en las montañas de Antioquia, rezaba un padrenuestro por Clímaco Uribe. Un día, siendo ya Laura grandecita, preguntó a su madre por ese señor de la familia al que siempre encomendaban. Ese fue, respondió serenamente la madre, el que mató a su padre. Debe amarle porque es preciso amar a los enemigos que nos acercan a Dios haciéndonos sufrir”.
La muerte del padre cambió la vida familiar. Sus bienes fueron incautados y quedaron en la miseria. Cuando Laura tenía tres años (algunos dicen que cinco), llegó el tío José de la Cruz, que para ayudarle a la mamá, se llevaría a vivir a una de las niñas a la casa del abuelo paterno. Carmelita no quiso. Le tocó a Laura. “Todavía me retrata la imaginación una cesta larga y triste, por donde me subieron -escribió la madre Laura-. Iba bañada en lágrimas, pero sin dar una queja ni un grito”.
Momentos que mostraron su carácter y su aceptación, desde pequeña, de “hágase, Señor, tu voluntad”. Fueron momentos difíciles, de pobreza, de separaciones, de vivir allá y aquí (muchos años los pasó en la finca de sus abuelos maternos, en La Víbora), de volverse a encontrar. Más tarde su mamá fue importante. La acompañó, con 68 años, afirma la hermana Estefanía, a la primera misión en 1914. Fueron díez días de viaje y la madre Laura decidió dejarla en Uramita, en la casa de unos amigos, porque a Dabeiba llegarían en condiciones más difíciles: sin casa, sin comida, sin comodidades. No se queda mucho tiempo. “Ella era un ama de casa, Laura no sabía de hogar, entonces para ella era muy bonito ayudar. Cuando se hizo la erección canónica de la comunidad, ya había dicho, me adhiero al grupo”. Doña Dolores se hizo misionera de la selva. Murió en 1923.
Carmelita no se casó. Vivió en Medellín y tenía su papel en las misiones. Las niñas aspirantes pasaban por su casa y ella le escribía a Laura quién tenía las cualidades para ser misionera. También hacía las diligencias y mantenía con su hermana una estrecha relación por carta. No era religiosa, pero se le considera como la primera misionera seglar. Murió en 1931 y escribió Laura: “Por esta época tuve una de las penas que más han torturado mi alma”.
Juan de la Cruz se casó y tuvo siete hijos: Rafael, Gabriel, Miguel Ángel, Augusto, Luis Alfonso, Laura, Teresita. Sobrinos queridos por la madre Laura, aunque su preferido era Rafael. “Es de talento. Desde que llegó me mostró su resolución de hacerse jesuíta. Yo feliz con su idea, lo secundé algunos días, más en cualquiera de ellos, después de la santa comunión, sentí en mi alma un impresión muy dulce, a la vez el pensamiento de que Rafael sería el hombre que le pedía a Dios”.
Para la madre la familia era fundamental, pero no se quedó en padres y hermanos. “Se dice que trabajaba con la pedagogía del amor. Toda sus clases la sometía a reflexión”, explica Nelson Restrepo, ex secretario de cultura de Jericó.
A los 19 años se graduó de maestra en la Escuela Normal de Medellín. Sus alumnos fueron parte de su familia. Luego las hermanas de la congregación fueron sus hermanas, sus hijas. Pasó igual con los indígenas. Eran esas personas por los que trabajó sin descanso. Con todo su corazón.
La mamá quería llamarla Leonor. El papá, Dolores. Dios, creería ella, quería que fuera Laura. La santa Laura, ahora.