Histórico

Sin derecho de réplica

Si el Presidente ecuatoriano, Rafael Correa, coarta los medios de comunicación en su país, debemos oponernos y si lleva su autoritarismo al seno de las decisiones hemisféricas e intenta convertirlo en reglamentación común, debemos oponernos, nosotros, y nuestro gobierno.

02 de febrero de 2012

La libertad de expresión es uno de los pilares sobre los cuales se sustentan las sociedades democráticas. Por sí sola, no hace que un régimen sea democrático, pero en su ausencia, ningún sistema político pueda llamarse a sí mismo democrático.

Por eso, los últimos eventos en Ecuador y las torpes decisiones de la OEA despiertan preocupación sobre una dañina tendencia en las Américas.

La libertad de expresión es importante y fundamental como principio democrático, porque permite la discusión, sobre la base del disenso. Mejor dicho, implica que una sociedad no acepta dogmas, que todo puede ser puesto en duda, sobre todo, si se trata de las decisiones o acciones del gobierno.

Desde hace poco menos de un año, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, dirige una demanda por calumnia e injuria contra el exdirector de opinión y los directores del periódico El Universo.

El proceso judicial ha sido calificado por diferentes medios, organizaciones internacionales y agrupaciones de defensa del periodismo y la libertad de expresión como una persecución política.

El periódico, si se ve obligado a pagar la indemnización pedida por el señor Correa, quedaría en la bancarrota. El mensaje para los otros medios de oposición no podría ser más claro.

Lo anterior fue señalado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que se ocupa de monitorear los abusos de poder y violaciones a los derechos en toda América.

La CIDH hace parte de la OEA y por eso el gobierno ecuatoriano aprovechó para llevar a ese organismo un proyecto de reforma, que tenía como principal objetivo, nada más ni nada menos, que la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de esa organización.

El informe y sus recomendaciones fueron aprobados, ante el silencio cómplice de gobiernos como el colombiano, poniendo en peligro la independencia y relevancia de la CIDH.

Todo esto me ha hecho recordar un episodio que leí hace unos años en una vieja novela de espías.

Las últimas páginas del libro contaban como un viejo soldado alemán, que había vivido durante décadas bajo el dominio soviético, luego de cruzar con su familia la frontera, pasando de la comunista Alemania Oriental a la democrática Alemania Occidental, se detiene en una cafetería, poco después de la línea divisoria.

El hombre entra en el establecimiento y a la primera persona que encuentra le pregunta por el nombre del Canciller. El interrogado le responde: "Helmut Kohl".

El viejo soldado se dirige entonces fuera de la cafetería y ante el asombro de su familia, empieza a gritar en la calle que Helmut Kohl era un ladrón, un idiota; el peor político alemán de la historia.

El viejo soldado no conocía al Canciller, ni su forma de gobernar, solo quería tener la posibilidad (negada durante los años que había vivido a merced de la policía secreta de la Alemania Oriental) de criticar de nuevo, de disentir del dogma oficial, de opinar, de gritar, de hacerlo sin que nadie lo detuviera o lo denunciara al gobierno.

Todas las personas deberían poder hacer esto, pues la libertad de expresión no solo es fundamental para la democracia, es valiosa y buena por sí misma; su defensa debe ser tarea de todos, una preocupación universal.

Por eso, si el presidente ecuatoriano coarta los medios de comunicación en su país, debemos oponernos y si lleva su autoritarismo al seno de las decisiones hemisféricas e intenta convertirlo en reglamentación común, debemos oponernos, nosotros y nuestro gobierno.

Pero éste, como en tantas otras ocasiones en los últimos meses, prefirió evitar la confrontación, pasar con la cabeza agachada y aceptar silenciosamente la injusticia.