SOBRE REYES Y REINADOS
Estación Baltasar de Castiglioni, autor del libro El cortesano, en el que enseña las variadas formas de vivir en la corte y alrededor del rey, alabándolo y engañándolo, haciéndole creer que es un ser superior y, al tiempo, cambiándole la realidad (síndrome de Lampedusa) para que firme sin leer y sea crédulo, pues para esto es el ejercicio de la zalamería y el conocer secretos. Y sí (a pesar de los bufones, que serían un polo a tierra), lo que caracteriza a los reyes es que son marionetas de otros y, como en El principito, gobiernan sobre sueños y no sobre realidades, convierten el poder y la ignorancia en autoridad y acaban de mala manera y casi embalsamados, como bien (y de manera atroz), le pasó a Enrique VIII, el de las seis esposas y unas costras que le pegaron la piel a la tela de los vestidos; ya se sabe que King Henry llevó su peste a muchas camas y esto lo pudrió, pudriendo. Triste destino el de los reyes, condenados a las endogamias y a dañar sin enterarse, como el káiser Wilhelm II.
Claro que hay reyes y reinas que logran su cometido, como Elizabeth I, la reina virgen (en honor a ella hay un estado tabacalero que se llama Virginia), que legitimó la religión de los ingleses (la anglicana) y patrocinó a Shakespeare para que representara todo tipo de tragedias sobre las truculencias del poder, para no ser engañada por sus cortesanos. O como Isabel de Castilla, que puso por sus fueros a los musulmanes en España (no se quitó la camisa hasta someter a Boaddil), patrocinó a Colón y (como pasó), al fin cayó en las artimañas de Torquemada que, en nombre de la religión, la persuadió de tomar una decisión política que acabó con la clase media en su país: expulsó a los judíos, implantó la intolerancia y el miedo y terminó por asistir a los delirios de su hija, doña Juana la loca.
Los reyes, que hasta antes de que apareciera El segundo discurso sobre el gobierno civil, libro de John Locke, eran impuestos por la divinidad, comenzaron su caída con el paso por la guillotina de Luis XVI y María Antonieta. Luego fue la caída del imperio Austro-húngaro en la primera guerra mundial y la huida de Alfonso XIII cuando llegó la República a España. Les pasó lo que al rey Saúl, que comenzaron ejerciendo en nombre del pueblo, pero finalmente cayeron en los delirios del poder y, ya enfermos, terminaron como material para novelas e intereses de cortesanos parásitos que, en lugar de ayudar a gobernar, saquean sus países mientras ensalzan herodes embrutecidos. Quizá se salga de este cuadro la reina de Inglaterra, señora que tiene mucho dinero y prefiere el té y sus perros a gobernar. Sabia.
Acotación: De los reyes quedan, al menos en América Latina, el rey del despecho, el de la trova, la de la coca, la de la yuca y la carne de babilla, la del carnaval y la de belleza en Cartagena, que ya ni se sabe quién es. Monarquías sin gobierno, rodeadas por gente que toma trago y grita. Y ahí vamos, en el baile y los guayabos.