Histórico

Todos muy enfermitos

07 de agosto de 2009

Vivimos en una sociedad hiperdiagnosticada e hipermedicada. En un mundo de enfermos imaginarios. Si llevamos una temporada de mucho trabajo y tensión, no es que estemos lógicamente cansados, sino que padecemos estrés (hay píldoras para ello). Si nos preocupa algún problema, que es otra situación de lo más normal porque sin duda la vida es problemática, lo que sucede es que sufrimos un ataque de angustia (también hay pastillas sanadoras). Después de las vacaciones está el síndrome posvacacional, que explica por qué al retornar al trabajo uno se siente alicaído. Cabría pensar que no es necesario explicar algo así, que el fastidio de abandonar la holganza y tener que volver a los madrugones es algo totalmente lógico, y que más bien lo enfermizo sería estar deseando regresar al tajo, pero, en fin, así, elevado a la pomposa categoría de síndrome, todos nos podemos sentir más merecedores de cuidados y más importantes.

Los síndromes dan mucho juego y pueden hacer que vastas multitudes queden convenientemente etiquetadas dentro de una patología. Como, por ejemplo, el síndrome premenstrual, que supuestamente nos convierte a las mujeres en tremendas arpías y del que he llegado a oír que se ha admitido como atenuante en algunos juicios contra mujeres homicidas, siempre que las acusadas se hubieran cargado a su víctima justo en esos días (estoy segura de que esto no es más que una leyenda urbana). O el síndrome del hijo único, que se supone que cataloga las patologías de comportamiento del que ha sido un niño sin hermanos.

Claro que, como también existen los síndromes del hijo mayor, del hijo medio y del hijo pequeño, resulta que todos, absolutamente todos los humanos, independientemente del número de hermanos o del orden de nacimiento, estamos jeringados y sindromizados desde que venimos al mundo.

Si estamos algo tristes, simplemente alicaídos, con el ronroneo de algún problema o de alguna pena en la cabeza, solemos decir enseguida con unánime convicción que estamos deprimidos: por todos los santos, que la depresión es algo muy serio. Y si andamos un poco resfriados y moqueantes, solemos ascender de categoría nuestro malestar y decir que tenemos la gripa, una exageración que no conviene ir soltando en estos días de miedos epidémicos.

Por no hablar de los procesos naturales de la vida, que cada día son considerados más anormales y morbosos. Por ejemplo, la menopausia. Algo tan natural y tan inevitable como ese cambio orgánico es visto como una dolencia de la que hay que curarse; y así, durante años nos han inflado con tratamientos hormonales sustitutivos, hasta que se ha demostrado que esa supuesta e innecesaria cura lo que hacía era enfermar a las mujeres sanas.

Y la misma vejez está siendo contemplada como algo ajeno y enfermizo que hay que combatir desesperadamente, con una inacabable panoplia de tratamientos médicos contra la alopecia y la celulitis, contra la tonta tendencia de los pechos a desplomarse, contra las arrugas y las manchas y la flaccidez. Todo eso, que antes se llamaba envejecer, ahora viene a ser como pudrirse.

Pero además supongo que en un mundo que, como el nuestro, cree en la dicha perpetua de los anuncios televisivos, considerar que el inevitable malestar y desconsuelo de la vida es una dolencia, permite abrigar la ingenua esperanza de curarse. Somos como niños.