Histórico

Volver a casa

26 de octubre de 2010

Las comodidades ofrecidas por la vida urbana nos han alejado de la naturaleza. Ese olor a tierra, a vida, se borró de nuestra memoria olfativa y fue reemplazado por el del asfalto y el humo de los carros.

Sin embargo, mucha gente está volviendo a sus raíces y el concepto de jardines urbanos está apoderándose de ciudades como Berlín y Detroit, donde los ciudadanos están sembrando su propia comida, siendo actores activos en la producción de lo que más tarde hará parte de sus cuerpos y del de sus hijos.

Parqueaderos convertidos en huertas (y no al revés); techos verdes con sembrados de tomate, cebolla y pimentón y mercados locales donde se venden productos orgánicos producidos en un radio de menos de 20 km, son algunos ejemplos de esta tendencia.

El ser humano es un ser adaptable y es esta condición precisamente la que le ha permitido sobrevivir por miles de años. No obstante, el hombre moderno necesita un empujón más fuerte, un signo más evidente de que necesita cambiar para realmente hacerlo.

Tomemos por ejemplo a Cuba: cuando cayó la Unión Soviética (la cual la apoyaba con combustibles y dinero) y con el bloqueo económico de EE. UU, el gobierno se dio cuenta de la necesidad de empezar a ser más autosuficientes y promovió la siembra de todos los espacios verdes que estuvieran disponibles en ambas áreas urbanas y rurales. Hoy en día, La Habana tiene un sinnúmero de jardines urbanos que les dan seguridad alimentaria a sus habitantes.

Pero no se trata sólo de volver a ensuciarse las manos. Se trata también de ayudar a la tierra a recuperarse de la adicción en la que la hemos hecho caer. Los pesticidas y fertilizantes químicos, la mayoría proveniente del petróleo y del gas natural, han creado un suelo dependiente, inestable e insostenible.

Los monocultivos y las semillas modificadas han reemplazado y extinguido especies autóctonas y les han otorgado un poder inimaginable a unas pocas empresas multinacionales, al tiempo que han desplazado a miles de poblaciones indígenas de sus tierras ancestrales.

El valor biológico de los vegetales no es un misterio. Michael Ruppert, en el documental "Collapse" (Colapso, en inglés), sugiere incluso guardar semillas para el futuro, pronosticando el valor que tendrán como "divisa". Otro ejemplo es la bóveda global de semillas de Svalbard, Noruega, donde alrededor de 100 millones de semillas de todo el mundo son conservadas en caso de que se extingan en su medio natural.

Todo esto me recuerda dos cosas: (1) la parábola del hijo pródigo, quien arrepentido y en la ruina regresa a su casa, donde -se dio cuenta- tenía todo lo que necesitaba y (2) un cuadro que mi padre tuvo colgado por mucho tiempo en su taller con una frase del doctor Norman E. Borlaug, Nobel de Paz en 1970:

"Para hacer producir hay que salir de las oficinas, internarse en el campo, ensuciarse las manos y sudar, es el único lenguaje que entienden el suelo y las plantas".