Ricardo Calderón:
el reportero invisible
EL COLOMBIANO publica en exclusiva un capítulo del libro escrito por Diego Garzón Carrillo.
Ricardo Calderón es el periodista que ha destapado los más sonoros escándalos del país, pero a la vez y paradójicamente es el más silencioso de los reporteros. Su rostro era prácticamente desconocido incluso para los colegas periodistas y solo empezó a dejarse ver cuando con apenas 42 años ganó el premio Vida y Obra de un periodista en 2013.
Capítulo V
Aprender de los errores
Isaac Lee, quien reemplazó a Mauricio Vargas en la dirección de Semana, era muy abierto a apoyar investigaciones, así implicaran viajes largos e inversión en tiempo y costos. Creía mucho en la intuición del reportero. Calderón le propuso alguna vez en un consejo de redacción que quería comprar un arma en el mercado negro. El objetivo era demostrar que, a pesar de ser ilegal, en Colombia era muy fácil adquirir cualquier tipo de armamento, incluso de guerra. Él no lo dudó ni un instante. Claro, para comprobar ciertas verdades no se vale pasar por encima de la ley y no iba cometer un delito solo para contarle al país que esto era posible. El editor general, José Fernando López, le pidió una cita al entonces fiscal, Alfonso Gómez Méndez, para contarle la intención de la investigación, dejar constancia de que si lo hacían era con fines periodísticos y, obviamente, conocer los eventuales escenarios penales que implicaba ese experimento.
El fiscal les explicó que no era tan fácil como pensaban y que la solución era casi salir directamente de la compra a la Fiscalía, para entregar lo que compraran. Obviamente, les advirtió que si en ese desplazamiento los detenía la Policía o alguna autoridad incurrían en el delito de tráfico de armas. Les aclaró que aún si eso no pasaba, habría un proceso penal en el cual, posiblemente, Calderón no terminaría en la cárcel como un traficante, pero estaría obligado a declarar y a asistir a los requerimientos de la justicia
Evaluaron la recomendación y decidieron seguir con el tema a pesar de que el escenario jurídico era complejo. Pensaron que eventualmente desenmascarar a una banda de traficantes de armas por medio de una denuncia pública era importante entendiéndolo como un servicio a la comunidad. La idea original surgió de una investigación que habían hecho unos meses antes unos periodistas rusos que se infiltraron en una organización de traficantes y terminaron comprando un tanque. Obviamente, Semana no iba a comprar algo así, pero sí se buscaba ver qué tan lejos se podía llegar y cómo funcionaba ese mercado ilegal, cuidándose de no infringir la ley.
Ya por ese entonces Calderón estaba aprendiendo y puliendo más la forma de moverse en esos terrenos para no llegar ingenuamente a decir “buenas tardes, soy periodista, ¿me vende un arma?”. Su primer fiasco en ese tipo de actividades le había ocurrido unos meses antes y parecía un ejercicio de primer semestre de universidad, incluso de colegio. Quería meterse en las entrañas de una iglesia cristiana, ubicada cerca al estadio El Campín, para comprobar que les estaban robando plata a los feligreses y también sus bienes, como le habían dicho algunas víctimas. Calderón fue varias semanas a sus cultos, pero quería realmente llegar al corazón de todo. Después de avanzar con unas fuentes que veían en él una supuesta vocación cristiana, le fueron soltando información lentamente, aunque muy lejos de algo que lo llevara a lo que buscaba.
No había avanzado mucho y conoció a una persona clave en la investigación, “un reclutador de fieles”, que lo primero que hizo fue preguntarle a qué se dedicaba. “Tienes cara de arquitecto”, le dijo. Por alguna razón, Calderón solo atinó a asentir. Emocionado, la fuente le respondió que él también. En esa primera conversación salió el tema de las profesiones y a pesar de que Calderón fingía naturalidad, era evidente que se estaba delatando. Esa charla no duró mucho, tuvo su punto final cuando su interlocutor comenzó a hacer preguntas concretas.
—¿En qué año se graduó?, ¿le tocó clase con el profesor Rincón?
—Ya vengo, voy al baño un momento.
Y nunca volvió. En el caso de las armas no tenía que sobreactuarse y desde ahí aprendió a ser más cuidadoso. O, al menos, eso creía.
Para esa investigación comenzó por buscar a un sargento retirado del Ejército, una vieja fuente, que se dedicaba a tramitar salvoconductos para portar armas. Él sabía que Calderón era periodista. Le contó lo que quería hacer y le dijo que le ayudaba a contactarlo con un excompañero suyo que vendía pistolas robadas. Poco después se reunieron al frente de Indumil, la entidad dedicada a fabricar y comercializar armas para las fuerzas militares, en el occidente de Bogotá. Lo presentó como un amigo que necesitaba un revólver para tener en una supuesta finca en los Llanos. El hombre respondió sin problema que costaba un millón de pesos y acordaron verse al día siguiente en ese mismo lugar.
Se encontraron y le dijo a Calderón que lo acompañara hasta su carro, parqueado a pocas cuadras. Sacó de debajo del asiento un viejo revólver marca Llama en muy mal estado. “Este es”, le dijo el vendedor. Calderón lo miró con interés y le preguntó que si mejor podía conseguirle una pistola.
—Sí, pero son más caras, eso no baja de cinco palos. En una semana nos vemos acá y se la traigo.
En efecto, se volvieron a ver y repitieron la rutina. Esta vez llegó con una pistola Taurus de fabricación brasileña. Mientras miraban el arma iban conversando, como si fueran amigos de siempre, y el traficante le contaba que las conseguía con sus contactos en los armerillos de las brigadas del Ejército o de las estaciones de Policía. Eran armas que habían sido decomisadas y que, se suponía, deberían estar en custodia en esos lugares. Calderón, manteniendo su postura de que la necesitaba para una finca en los Llanos, le dijo que allá había mucha guerrilla o delincuencia, que asaltaban cada tanto las casas y a los terratenientes.
—Ahora que lo pienso, no sé si un fusil pueda ser más efectivo—le dijo Calderón—. ¿Me lo puede conseguir?
—Todo se puede. Eso sí, el fusil no baja de diez millones de pesos.
Dos semanas después llamó y lo citó a las diez de la noche en una casa en la calle sexta, arriba de la carrera séptima, a pocas cuadras de la Casa de Nariño. Calderón alquiló un taxi por horas porque en la noche, en esa zona de la ciudad, era muy difícil conseguir transporte de vuelta. El taxista lo dejó justo donde lo habían citado, intercambiaron números y quedaron en hablar veinte o treinta minutos más tarde para que lo recogiera ahí mismo. Golpeó en la puerta y le abrió una señora mayor. Preguntó por el hombre y ella lo llevó hasta el cuarto que le tenía alquilado. Entró y estaba en compañía de otra persona a quien presentó como su socio. “Acá le tengo lo suyo”, dijo. Sacó de debajo de la cama una maleta y adentro había un fusil, dos pistolas, varios proveedores y dos granadas. “Revíselo”. Calderón cogió el fusil y comenzó a mirarlo como si supiera de armas y notó que tenía el escudo del Ejército grabado en un costado.
—¿Y esto? —preguntó Calderón.
—Eso no tiene lío, además como es para tenerlo por allá en una finca lejos, no hay problema. Pero dígame si le gusta o no —preguntó impaciente el vendedor.
—Sí, está bien, pero está muy caro —le respondió con el interés intacto.
—Hagamos una cosa. Dejémoslo en los diez millones que le dije y le encimamos con mi socio esto —dijo y tomó en sus manos las dos granadas.
—Listo, pero yo no me vine con la plata hoy.
—No hay lío. Lo llamamos mañana y le decimos dónde nos vemos para entregárselo.
Salió del lugar, casi una hora después, y comenzó a marcarle al taxista para que lo recogiera. Pero no contestaba, así que decidió caminar lento hacia donde pudiera encontrar otro taxi. De un momento a otro, salió un hombre en medio de la penumbra. Tenía una navaja.
—¡Muestre la billetera, el reloj y el celular! —le gritó.
Calderón, que venía cargado de adrenalina por la cita, reaccionó como menos debió hacerlo: le lanzó una patada al ladrón, con tan mala suerte que él le cogió el pie en el aire. “Esta gonorrea se va a hacer matar”, le dijo mientras hundía la navaja en la pantorrilla. En ese momento apareció el taxista que empezó a pitar y a hacer cambio de luces desde la distancia mientras avanzaba. El atracador salió corriendo. El ruido llamó la atención de varios soldados que custodiaban los alrededores de la Casa de Nariño. El taxista lo recogió y lo ayudó a subir al vehículo. “Vamos para la Clínica del Country”, le pidió Calderón en medio de un dolor insoportable, mientras sentía que la sangre se escurría hasta el último rincón del zapato izquierdo. No alcanzaron a avanzar más de cinco cuadras cuando se percató de que no tenía su celular. Estaba seguro de que no se lo habían alcanzado a robar y pensó que sin teléfono ya no tendría cómo contactar al vendedor de armas y le ordenó al taxista devolverse a donde lo habían atacado. El taxista, contrariado, sin entender cómo era posible preocuparse por un celular en ese momento, regresó, se bajó del carro mientras Calderón seguía botado en el asiento trasero, y buscó en la calle hasta encontrarlo justo detrás de un pequeño arbusto sobre el andén. Una puñalada no iba a acabar con semanas enteras de investigación.
En la Clínica del Country le cogieron quince puntos. Siete internos por lo profundo de la herida y ocho externos. Al día siguiente, Calderón fue a la oficina cojeando y le contó a Isaac Lee lo ocurrido y le dijo que la transacción debía ser esa noche. Le contó los detalles y que necesitaba diez millones de pesos para comprar el fusil y las dos granadas. Como el fusil tenía escudo del Ejército de Colombia y era obvio que debían entregarlo a las autoridades, eso les iba a permitir más adelante, después de los análisis de los expertos, saber su origen y así rastrear de dónde había salido, cómo se perdió y a qué unidad pertenecía esa arma. La compra era la primera parte de la investigación para posteriormente escalar en la red. Dos horas después, José Fernando López le dio el dinero en efectivo no sin antes advertirle que debía tener mucho cuidado. La idea era que una vez tuviera el material, llamara al fiscal para coordinar la entrega, la cual se haría en la sede de la revista.
A las siete de la noche, el traficante lo llamó y lo citó dos horas después en un hotel, en la calle 24 con quinta, a media cuadra de la Biblioteca Nacional y el Museo de Arte Moderno. Calderón, a pesar de su cojera y aún bastante adolorido, decidió seguir adelante. Llevaba el dinero en efectivo en un morral, dispuesto a negociar un fusil Galil y dos granadas. Iba en un taxi, a solo un par de cuadras del hotel, cuando recibió una llamada a su celular. Era Jorge Lesmes, subdirector de la revista, quien también sabía del tema.
—Chino, ¡¿dónde está?! —le dijo alarmado.
—Acá llegando al sitio, estoy a dos cuadras.
—No entre al hotel por nada del mundo. Devuélvase. Cancele todo, le quieren robar la plata y matarlo, ya saben que usted es periodista.
—Pero ¿qué pasó?
—Acá le explico, véngase ya.
Sin entender nada, Calderón regresó a la revista en el mismo taxi y cuando entró a la oficina, Lesmes le dijo afanado que lo había llamado el entonces coronel Óscar Naranjo, quien en ese momento era el director de inteligencia de la Policía. Le dijo que sus hombres habían hecho un seguimiento durante varios meses a esa misma banda, que después terminaría desmantelada, y ese día habían oído en una interceptación a un teléfono que los tipos hablaban de que Calderón era periodista de Semana y planeaban robarlo y matarlo. Después de semejante advertencia, desistieron de la compra, pero publicaron unas semanas después el informe con los datos que había recolectado y otros adicionales que consiguió con otras fuentes.
“Recuerdo que fue sorprendente ver que quien era en ese momento un aprendiz de periodista, un periodista investigativo, estuviera allá penetrándose en las telarañas de una mafia, una estructura criminal dedicada al tráfico de armas ilegales en Bogotá. Llevábamos meses siguiéndole la pista a una organización, había costado mucho trabajo identificar a los responsables que operaban como vendedores de esas armas cuando, como decían los investigadores, nos topamos con una persona que no era propiamente un delincuente, que no era propiamente miembro de otra banda, y llegamos al conocimiento de que era un periodista de Semana en ese momento. Mi preocupación fue grande. Me comuniqué, evidentemente, con los directivos de la revista, y ellos le transmitieron a Ricardo que nosotros estábamos sobre la misma organización. Finalmente, mi temor era el peligro que corría, porque, tengo que confesar, si hay una modalidad difícil de trabajar desde la justicia de la investigación es justamente la de los traficantes de armas, estos son experimentados, son peligrosos y además conocen muy bien su oficio para no ser detectados. Pero cuando detectan una infiltración, una penetración, son implacables y eso se paga con la muerte”, recuerda el hoy general retirado Naranjo de ese episodio.
Poco tiempo después, un nuevo fracaso le enseñaría a Calderón otra forma dolorosa de ser más cuidadoso. Al terminar un consejo de redacción, Juanita León, una de las editoras de Semana, se le acercó para contarle una historia aterradora de la que se enteró por medio de unos alumnos suyos de Periodismo: desde la Casa de Nariño supuestamente salía un carro por las noches que bajaba a la zona conocida como El Cartucho, a pocas cuadras de ahí, para dispararles a algunos habitantes de la calle. Calderón le contó el rumor a una fuente que trabajaba en la zona y la respuesta fue sorprendente: “Puede ser cierto. Cada tanto aparecen por ahí muertos que nadie reclama. Incluso cuando asesinan a habitantes de calle por diferentes motivos las autoridades llevan los cuerpos a municipios vecinos para no afectar las cifras de homicidios en Bogotá”.
Esa misma fuente lo contactó con uno de los habitantes de la zona al que convenció para que lo ayudara. Era obvio que no podía llegar al Cartucho como a una calle cualquiera. Los presentó cerca del lugar y Calderón quedó de ir la noche siguiente no sin antes pensar en cuál debería ser su apariencia adecuada. Él, que siempre ha sido muy tradicional en su vestir —casi siempre usa jeans, unas camisas de botones, sacos o chaquetas— ahora tenía que lucir un poco más dejado. Se tiznó la cara, buscó su ropa más vieja, rasgó unos jeans trajinados y los ensució como pudo. Se sentía ridículo, pero no podía llegar vestido como si nada.
El plan era ir varias veces para tratar de verificar si existía el famoso carro. En efecto, la noche siguiente se encontró con ese primer contacto y entraron hasta una de las calles por donde se suponía podían esperar. En una sola cuadra deambulaban decenas de personas en las peores condiciones, un mundo paralelo irónicamente a pocas cuadras de la casa del presidente y de la Alcaldía. Lo peor del país se resumía en una manzana: tráfico de drogas, pobreza, prostitución, secuestros, casas de pique, habitantes de calle, bandas criminales...
Calderón caminó entre las once de la noche y las cinco de la mañana entre personas que parecían pertenecer a otro mundo. Sin hablar con nadie, se limitó a ver ese entorno vacío de esperanza. A la noche siguiente volvió y nuevamente, por medio de su contacto que no se le despegó ni un segundo —allí se sabía muy bien quién era quién y a él lo respetaban mucho—, decidió sentarse en un andén cerca de un puesto de comida: por mil pesos era posible recibir un plato de arroz servido sobre un papel periódico. Su fuente decidió ir a saludar a alguien unos pocos minutos y, de repente, empezaron a acercársele a Calderón personas que querían interrogarlo en un tono muy poco amistoso.
—Parce, usted es un policía encubierto... no se haga el marica.
—Qué hubo pues, cuál es su pedo acá, cuente...
Calderón notó que el simple hecho de estar fumando Marlboro ya lo había delatado. “Vean a este gomelo, dizque fumando lo de los ricos”, “muestre pues esa chaqueta para acá y bájese de los zapatos también”, “ese sitio donde está sentado es mío”. Calderón se levantó apurado, tembloroso, y sin decir mucho comenzó a caminar entre la gente en busca de su contacto. Cuando estaba a pocos metros de la avenida Caracas se sintió un poco aliviado porque muy cerca estaba el Comando de la Policía Metropolitana de Bogotá. Estaba a cuestión de segundos de estar un poco más seguro, pero, de un momento a otro, sintió un puño en la cabeza. Cuando reaccionó y se dio la vuelta, vio al mismo hombre que lo había increpado y tenía un pico de botella en la mano.
—¡Bájese de la chaqueta, gomelo hijueputa! —le gritó levantando aún más la botella.
Calderón, como le ha pasado en estas situaciones, siente que la adrenalina le gana a la razón. Se quitó la chaqueta, sí, pero para enrollarla en su brazo derecho y protegerse de una chuzada. No sabe cómo, pero incluso le lanzó un puño con la otra mano ante la angustia de verse perdido. El habitante de calle lo atacó con la botella y le alcanzó el antebrazo izquierdo. Calderón optó por hacer lo único sensato del momento: correr. El hombre lo persiguió unos metros, pero desistió.
Cuando estaba al frente del Instituto de Medicina Legal, a unas cuadras de ahí, tenía las pulsaciones por las nubes. Pasaban taxis, pero no paraban. Cruzó entonces hasta la guardia de la Policía sobre la calle sexta. Inquietos, dos uniformados salieron a ver lo que pasaba. Solo en ese instante Calderón vio que el brazo izquierdo le estaba sangrando. Tenía una cortada profunda. Les contó que era periodista y que estaba en El Cartucho en un trabajo. “Muy bruto usted meterse allá”, le dijeron con un gesto de incredulidad. “¿A quién se la ocurre esa huevonada?”. Les pidió que le ayudaran a parar un taxi y así lo hicieron. “No me vaya a ensuciar el carro”, fue lo único que le dijo el taxista que aceptó llevarlo de mala gana nuevamente a la Clínica del Country. Le cogieron doce puntos y le vendaron la mano porque tenía un esguince.
“Al lunes siguiente volvió a la sala de redacción con una cortada. ‘¿Qué te pasó?’, le pregunté. ‘Pasó algo simpático’, me respondió. Y cuando él respondía ‘hay algo simpático’, uno se moría del susto porque fijo era algo peligrosísimo. Ahí me contó que fue al Cartucho y que a las tres de la mañana un ñero pensó que le había quitado un puesto en la calle y que le había clavado una botella y le tocó defenderse como pudo. ‘Igual, la otra semana vuelvo para seguir con la investigación’, me dijo; le respondí que obvio que no y me tocó decirle a Alejandro Santos para que se lo prohibiera. Ahí entendí que Ricardo no tiene límites, que él con tal de conseguir una historia nada es lo suficientemente peligroso”, recuerda la periodista Juanita León.
Aun así, dos semanas después volvió un par de noches con su enlace al lado, sin despegarse de él. Nunca vio ni pudo probar el tema del carro y, por suerte, tampoco volvió a ver al hombre de la botella. La investigación, como suele pasar tantas veces, no terminó en ningún lado. No había cumplido los treinta años y ya tenía veintisiete puntos en el cuerpo. Le faltaban muchos más. Lo curioso es que en la redacción comentaba apenas en voz baja lo que le pasaba sin ningún gesto de exageración, con la misma tranquilidad que siempre lo ha caracterizado. Pero en medio de ese silencio e inexpresividad, sabe que el periodismo también es una suma de cicatrices.