Generación

El turismo masivo vacía las ciudades, este es el caso Madrid, España

Una reflexión y un paseo que da cuenta sobre cómo el turismo masivo ha cambiado el centro de Madrid: los negocios de barrios fueron reemplazados por tiendas de souvenirs y la cotidianidad vecinal ya no existe.

Comunicador Social-Periodista de la UPB. Redactor del Área Metro de El Colombiano.

hace 21 minutos

En Aurora roja, Pío Baroja describe la vida de un embustero; un vago que, de pie en la Puerta del Sol, inventa noticias y advierte sobre revoluciones soñadas, inexistentes. Dice Baroja: “Se pasaba el día en ese foro que tenemos en el centro de Madrid, al que llamamos la Puerta del Sol”. La gente, por supuesto, acudía al “foro” a escuchar los cuentos. Don Benito Pérez Galdós, por su parte, escribe que “ahí brillaba espléndidamente esa fraternidad española en cuyo seno se dan mano de amigo el carlista y el republicano, el progresista de cabeza y el moderado implacable”. La Puerta del Sol fue, durante el siglo XIX y buena parte del XX, el centro de la vida madrileña; las citas de Baroja y Galdós son solo dos ejemplos puntuales. Pero el tiempo pasa, arrasa, destruye; y de aquel pasado, de aquellos cafés, de aquellos contertulios, de aquella fraternidad no queda nada... o casi nada.

Parodiando a Unamuno, tiene uno la impresión de haber leído muchas novelas ambientadas en Madrid, la mayoría de ellas de finales del XIX y de la primera mitad del XX. En casi todas, por inevitable, aparece la Puerta del Sol; y entonces se adentra uno en los cafés, camina uno de la mano de periodistas muertos de hambre, de bohemios patéticos, de golfos y vividores que atraviesan la plaza una y otra vez; y siente uno, un siglo avanzado el calendario, que en la Puerta del Sol se condensa la vida madrileña, que ahí, entre los tranvías que se deslizan, está lo más genuino de la ciudad, si tal cosa existe. Y entonces piensa uno con ingenuidad: ¿qué queda de aquello? Y sale uno a la calle en quijotesca aventura, en absurda comprobación de lo que fue y en lo que se ha convertido...

Se encuentra uno, entonces, en la actual Puerta del Sol: una plaza ovalada, rodeada de edificios levantados en el siglo XIX. El más representativo es la Real Casa de Correos, en cuyo frontis se yergue el reloj más representativo de Madrid; el reloj que, antaño, daba argentinas campanadas y advertía a los madrileños si era hora de la comida o del café. Para muestra, cuenta Carmen Burgos en la novela Los negociantes de la Puerta del Sol que “aquel reloj de la gente marcaba con sus manecillas gigantescas la hora de ir a cenar (...) Marcaba la hora de ir a los teatros y la hora intermedia en que vendedores, golfos y muchachuelos reemplazaban la multitud elegante”. Hoy es más un ornato que pasa desapercibido para los miles de turistas que visitan Sol todos los días; y solo se le recuerda, si acaso, el 31 de diciembre, a medianoche, cuando una multitud —de turistas, por supuesto— se vuelca sobre la plaza y se come las doce uvas de rigor.

Camina uno, pues, entre la multitud; esquiva uno a una mujer que se toma una foto con la estatua de Carlos III; y advierten los ojos que por la calle de la Montera, que desemboca en la plaza, corre lentamente un río de gente, de personas que cargan bolsas con las compras recién hechas en Zara, en Sephora, en Primark, en fin, en las tiendas de cadena que rodean el centro madrileño. Y en un extremo, entre las calles de San Jerónimo y el Arenal, se encuentra uno con el viejo hotel París, que cerró sus puertas en 2006 luego de 142 años en funcionamiento. El edificio de fachada color pastel, de fachada alegre, es hoy una enorme tienda Apple; pero en un costado, que pasa relativamente desapercibido, exhibe una placa: “Aquí estuvo el Café de la Montaña, lugar de tertulia del escritor Ramón del Valle-Inclán”. Y en ese café, cuenta la historia casi tornada en leyenda, Valle-Inclán se tranzó en una discusión que terminó en golpes y, a la larga, con la pérdida de su brazo izquierdo, particularidad fisiológica que lo convirtió en el segundo manco de las letras españolas.

En la Puerta del Sol ya no hay cafés, ya no hay bohemia; unos contertulios como Valle-Inclán serían una cosa grotesca. ¿Está eso mal? Por supuesto que no. Error sería idealizar el pasado o añorar los tiempos de los cafés literarios, de los tranvías, de los vendedores ambulantes, de los golfos. Otros vientos soplan, otros tiempos corren... los tiempos del turismo masivo, por supuesto. Por eso uno constata, con facilidad, que en la Puerta del Sol no hay vida cotidiana, que cada día se renueva la multitud informe, desarraigada, siempre diferente pero siempre igual. Ya no es posible el vago de Baroja, ese embustero que se pasa horas echando cuentos en la Puerta del Sol; tampoco existirá otra vez la fraternidad de españoles que se dan la mano en los cafés, como describía Galdós. El madrileño de hoy poco va a la Puerta del Sol y al centro en general; ¿a qué ir a ver una multitud de foráneos que atesta las aceras, las bancas, los restaurantes, las tiendas de souvenirs? Y es que Madrid, que durante el siglo pasado fue una ciudad de segundo orden en Europa, muy marcada por la Guerra Civil y el franquismo, es hoy la segunda urbe más visitada del mundo, solo superada por París: el primer semestre de 2025 llegaron cinco millones de turistas, según el Ayuntamiento. Madrid no tuvo Segundo Imperio, ni Belle Époque, ni fue la ciudad de las ensoñaciones de poetas y artistas...; lo de Madrid y el turismo es un fenómeno relativamente reciente, que se ha intensificado desde comienzos de este siglo. Y los efectos se sienten: en un reciente reportaje, el diario El País reseñaba que en Sol solo quedan unos pocos vecinos que se resisten a salir de sus casas. Hoy no tienen dónde mercar, por ejemplo, porque todos los negocios circundantes son tiendas de souvenirs y franquicias. El centro de Madrid se ha vaciado, se ha despojado de cualquier identidad, y prueba de ello es que uno puede caminar por sus calles y pensar que las plazas, los recovecos y las avenidas son las de otra ciudad, la de cualquier otra ciudad. Qué más da si está uno en París, en Nueva York, en Tokio, Barcelona o Madrid, si las tiendas de souvenirs son las mismas, si el Mcdonald’s ofrece las mismas hamburguesas, si la masa informe de turistas es la misma aquí o allá.

Y con esas ideas camina uno entre la multitud; pasa uno por un costado del viejo hotel París; lee uno con algo de pena la ignorada placa de Valle-Inclán y toma uno la carrera San Jerónimo. Ahí está, o estuvo, mejor dicho, la Fontana de Oro, el café que sirvió de inspiración a la primera novela de Galdós. Hoy no es un café, hoy es un bar irlandés; hoy no hay tertulia, hoy hay turistas. Del techo cuelga una moto Harley, y en un rincón, casi arrumada, está una humilde estatua de Galdós. Y muy cerca de ahí, recuerda uno, estuvo el Parnasillo, sitio de reunión del romanticismo español con Larra y Espronceda a la cabeza. Tiempos remotos, es cierto. Hoy es... ¿qué es hoy el Parnasillo? Un bar irlandés para turistas. Son los vientos que soplan...

Pero esos datos son, aunque dicientes, anecdóticos. Lo verdaderamente alarmante es que en Madrid, según el Ministerio de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, se ofertan 16.335 pisos turísticos; de ellos, solo 1.131 tienen licencia para operar. Como pasa en cualquier otra ciudad donde el turismo está en auge, los precios de alquiler de estancia larga, es decir, para vivienda, se hacen impagables, pues no pueden competir con el lucro que deja la renta corta. Y por eso es que uno camina por Sol, por Gran Vía, por el centro de Madrid, y siente la ausencia de vida cotidiana. Y se tiene la sensación, al ver atestadas las franquicias de cadena, al ver los turistas comiendo bocadillos de calamares de dudosa calidad, que la ciudad se va vaciando; y que lentamente, pujando, se expande el vacío, la oquedad que deja el turismo masivo. Por eso el madrileño poco va a Sol, por eso prefiere ir a otros barrios céntricos como Lavapiés o La Latina; pero esos barrios, como es lógico, también están siendo alcanzados por los pisos turísticos y no es difícil comprobar que las tiendas y mercados son reemplazados por negocios de Bubble Tea y cafés de especialidad para turistas.

Y tiende uno a pensar, con pesimismo, que el turismo masivo es un problema que quizá no se toma demasiado en serio, pero que en unos años será uno de los asuntos de este siglo. Porque lo importante no es que la Puerta del Sol haya dejado de ser un foro para convertirse en un parque temático para turistas; lo que no puede obviarse es que a la gente ya no le sea posible vivir en el centro de su ciudad. Y reflexiona uno, en el ocaso madrileño, melancólico por otoñal, que lo mismo le sucede a las grandes ciudades; que Medellín, la ciudad donde uno nació y creció, corre el mismo peligro de que los vecinos, sus habitantes, se vean en la disyuntiva de huir o tratar de sobrevivir en una ciudad que deja de ser la suya; una ciudad que, en fin, se vacía y se transforma, como el centro de Madrid, en un parque temático monstruoso, grotesco... esperpéntico, para decirlo con Valle-Inclán.