“Medellín, sin yo saberlo, había sido mi obsesión”: Juan José Hoyos, periodista
Medellín celebra 350 años. En Cuaderno de la memoria: Ella cantaba boleros y otras crónicas, el escritor, periodista y maestro Juan José Hoyos recoge cuatro décadas de relatos sobre la ciudad.
A propósito de los 350 años de Medellín, la colección Palabras Rodantes —del Metro y Comfama— lanzó Cuaderno de la memoria: Ella cantaba boleros y otras crónicas, una selección de textos de Juan José Hoyos editada por el periodista Alfonso Buitrago.
La portada, con la pintura Homenaje a Rendón —Ricardo Rendón, caricaturista de Rionegro, de los años 30, suicidado en Bogotá—, de Pedro Nel Gómez, es un guiño a la bohemia de mediados de siglo y al barrio Aranjuez. El libro es el testimonio de que en Medellín no hay un cronista más ambicioso, con mayor estilo, que Juan José. Veamos algunas pruebas:
“Cuando uno alza la cabeza, a primera vista, parece una ciudad amurallada entre montañas. Y piensa que Medellín es solo esa ciudad asentada sobre un valle angosto, de unos sesenta kilómetros de largo, atravesado por un río que baja del sur y se pierde en el norte por un valle todavía más estrecho que va a dar a las antiguas minas de oro de Porce. Sin embargo, en ese valle hay diez municipios sin fronteras y más de tres millones de habitantes. En los límites del valle, las montañas dibujan en el cielo una línea azul, quebrada como una copa de cristal rota”.
“En una de las páginas de mi cuaderno escribí: «Ante las adversidades, mi ciudad no se hundió. Por el contrario, se aferró a la vida. Una semana ocurría una matanza. A la semana siguiente, después de enterrar los muertos, empezaba una nueva cruzada contra la muerte. Medellín y su mafia modernizaron a Colombia a sangre y fuego. Nos insertaron en el mercado internacional como proveedores de alucinógenos, tal vez por culpa de los tiempos que corren, en los que la guerra y la desesperanza han convertido las drogas en una mercancía de primera necesidad en muchos países del llamado primer mundo. Pero frente a los grandes problemas, aquí también han comenzado a darse grandes soluciones: en las organizaciones de barrio; entre los jóvenes; en la lucha contra las víctimas de estas mismas drogas. En el transporte masivo. En el deporte, en especial en el repunte del fútbol. En el campo del arte y la cultura. Los artistas de mi ciudad jamás dieron el brazo a torcer”.
“Una calle larga donde se pueden comprar pollos, zapatos, vidrios, panes y ataúdes y que corre como un río, de sur a norte, por entre las casas de un barrio del oriente de Medellín, une las vidas de un pistolero buscado por la policía de dos países, un camionero colombiano condenado a muerte en Estados Unidos, un hombre asesinado con crueldad en un apartamento de Miami y una mujer que durante los últimos tres años ha logrado mantenerse viva solamente porque se esconde”.
Hablé con Juan José Hoyos una mañana en la librería Palinuro, acompañado de Alfonso Buitrago, su voz sigue siendo dulce y sus palabras sabias. Se presentó hace dos semanas el libro Cuaderno de la memoria: Ella cantaba boleros y otras crónicas, número 170 de Palabras Rodantes, ¿cómo nació la idea del libro?“Todo empezó con una propuesta de Juan Diego Mejía. Me escribió y me dijo que querían reunir una serie de crónicas sobre Medellín, porque este año han estado muy dedicados a la ciudad. Acepté de inmediato porque la colección Palabras Rodantes me parece muy bella. Ya había publicado allí En el nombre del padre. Me encanta que estos libros lleguen a bibliotecas populares, escolares y a la gente de a pie. Además, es una edición grande —13.000 o 14.000 ejemplares— y gratuita. Para alguien como yo, cuyo tema central de escritura ha sido Medellín, era irresistible. Y en el proceso me di cuenta de que tenía muchas más crónicas sobre la ciudad de las que imaginaba. Medellín, sin yo saberlo, había sido una obsesión”.
¿Y has sido juicioso guardando el archivo de tus textos?
“En parte sí. Pero ahí me di cuenta de lo importante que puede ser la tecnología, incluso cuando uno habla mal de ella por temas de privacidad. Tenía muchas crónicas que pensé perdidas, pero estaban en un Drive de Google, guardadas en correos electrónicos. Textos que escribí para El Colombiano y que creía sin copia, ahí estaban, con su fecha, tal como los escribí. También tuve un percance: me hackearon dos computadores y me borraron todo. Por fortuna, poco antes había hecho un respaldo en Dropbox, y eso me salvó. Ahí se rescataron varios libros”.
En el prólogo del libro, Alfonso Buitrago habla del “método salvaje”, que se trata de abandonarse a la sabiduría del corazón, ¿cómo es eso?
“Creo que la narración es una forma de aproximación a la realidad tan válida como la ciencia, aunque no tenga un aparataje teórico. El concepto que formamos del mundo no es tanto un concepto como una serie de imágenes: sonidos, palabras, recuerdos ligados a historias. Esas imágenes quedan grabadas en el cerebro y en el corazón, que es otra forma de nombrar el sistema nervioso. En mi trabajo como reportero cubrí muchos conflictos indígenas y tuve relación con chamanes emberas. El primero fue el jaibaná Salvador, de Valparaíso. Con él tuve una experiencia muy bonita: se le perdió un tambor y no me dio ningún dato. Yo escribí una carta en el periódico pidiendo que se lo devolvieran... y se lo devolvieron. Él dijo: ‘Ese hombre tiene más poder que yo’. Ahí empecé a reflexionar sobre el oficio: narrar es un oficio con mucho poder. Lo llamé ‘el poder de las historias’. Ese poder está en la intuición. No pasa por fórmulas. Aristóteles lo estudió en la Poética, pero eso no sirve como receta. El periodista que narra es un escritor, un artista. El periodismo narrativo es literatura —sin ficción, pero literatura al fin—, y a veces tiene más fuerza que la ficción porque nace de la experiencia”.
¿Cómo queda esa idea de escribir desde el corazón y la intuición hoy frente a la inteligencia artificial?
“Yo no me aguanto las ganas de hablar de inteligencia artificial. Hice un experimento: tomé un poema de Robert Frost y le pedí a la IA que lo tradujera. La IA es útil para ordenar pensamiento y buscar fuentes, pero en lo simbólico se desbarata. La poesía es inexactitud, es intuición. La traducción fue tan mala que me reí. Un profesor de literatura habría aprobado el esfuerzo, pero habría rajado al traductor”.
Este libro cuenta una Medellín de los 80 y 90: las montañas, las calles empinadas, los barrios —Aranjuez, La 45, Manrique, Gardel—. Hay una frase: “Medellín perdió su centro de gravedad para entrar al mercado global de la cocaína”. ¿Cuál era ese centro antes? ¿Cuándo empezaste a ver ese cambio?
“En el libro hay varias crónicas sobre eso. La principal es Medellín, cuaderno de la memoria. Empecé a notarlo desde pelado, con el mercado de la marihuana. Luego, como periodista en El Tiempo, vi toda la guerra del narcotráfico: el contrabando, los carteles, la mezcla de política y mafia. Para Semana investigué el tema con calma. Ahí encontré algo sorprendente: los primeros detenidos por narcotráfico internacional originarios de Medellín son de 1948. Era una cadena con Cuba y Miami, en la Cuba de Batista y la mafia gringa. Todo empezó con heroína, usando amapola de aquí. Hubo un laboratorio en El Poblado; tres o cuatro paisas fueron detenidos en Cuba. En 1957 salieron de la cárcel; algunos se retiraron, pero uno siguió: un ingeniero químico formado en Alemania. Incluso hubo un destacamento del FBI que vino a desmantelar el laboratorio porque Rojas Pinilla no hacía caso. Luego vinieron los 60 y otra generación. Yo mismo entrevisté a Pablo Escobar. Él tenía conciencia de tradición: conocía la historia del contrabando. No discuto su delincuencia, pero era un bandido muy inteligente: agudo, capaz de ir más allá de la superficie”.
También cuenta a Medellín a través de la música. Este libro muestra cómo la ciudad entra una y otra vez a mercados globales. Cada vez que Medellín se ve en el mundo, algo se revuelve...
“Cuando estudié economía leí Estudios sobre el subdesarrollo colombiano, de Mario Arrubla. Él decía que ‘la declaración de amor de un antioqueño depende de los precios del café en la bolsa de Nueva York’. Antioquia siempre ha estado ligada al comercio mundial: el oro, el café, el banano, la cocaína... y ahora la música. Es la contradicción de Medellín: aislada entre montañas, pero conectada al mundo”.
Vos sos tanguero, amante del bolero, ¿cómo era la Medellín musical que te tocó?
“Crecimos con boleros y tangos. Luego irrumpió el rock: Beatles, Rolling Stones, las baladas. Después llegó la salsa. Y debajo de eso había una industria musical muy fuerte. Medellín y Barranquilla fueron centros importantes. En los años 50 los vallenatos venían a grabar acá; Lucho Bermúdez grabó aquí. José Barros vivió y compuso en Medellín. Daniel Santos grabó aquí. Era una ciudad muy musical. Lo sigue siendo.
En los años ochenta publicaste la novela Tuyo es mi corazón, un canto de amor a Medellín. Este libro también lo es, pero con distancia. Vivís fuera de la ciudad. ¿Cómo ves a Medellín hoy? ¿Qué sentís por ella?
“Amo mucho esta ciudad. Creo que la conozco, aunque nunca se conoce del todo. La Medellín de los 60 fue ampliada por la poesía de Helí Ramírez y el cine de Víctor Gaviria, que nos mostraron otra ciudad: más pobreza y marginalidad. Si tuviera que definirla, diría que Medellín es una mujer bella, pero a veces cruel: por la desigualdad, por lo dura que puede ser la vida. Una caminata por el centro puede ser bellísima o muy triste. Es una ciudad contradictoria, pero profundamente bella”.
Como profesor de la Universidad de Antioquia mostrabas ese amor por Medellín y sacabas a los estudiantes de los salones...
“Yo les decía a los estudiantes que uno no puede narrar sentado en una oficina. Hay que salir. Muchos no conocían Guayaquil, que fue el eje de Medellín por décadas. Era impensable ser de Medellín y no haber pisado Guayaquil”.
Los estudiantes recuerdan la invocación a las calles y a las lectores, ¿cómo fue tu formación de lector sofisticado?
“Me formé en buena parte por mi papá y mi abuelo, que leían mucho. Hay una crónica, Historia de un diccionario, sobre un diccionario que heredé y luego perdí y recuperé. He sido insomne desde pelado, así que leo mucho. Mi primer documento de identidad fue el carnet de la Biblioteca Piloto. La Piloto fue fundamental: un experimento de la UNESCO para promover la lectura. Antes de estudiar periodismo yo leía novelistas rusos, cuentistas. La literatura fue mi manera de entender la vida. En la universidad un profesor me dijo: ‘Si no quiere ir a clase, váyase para la biblioteca’. Le hice caso. Y después les di el mismo consejo a mis estudiantes. Durante un tiempo no tuve oficina. Yo feliz: así me la pasaba en la biblioteca. Quien quisiera encontrarme, debía buscarme allí”.