Medellín

Así fue el suicidio de los indígenas que habitaban Medellín, un 24 de agosto de hace 484 años

Este año se cumplen 350 años de la fundación de Medellín. EL COLOMBIANO publica hoy y los domingos siguientes una serie de crónicas sobre los momentos que marcaron la historia de nuestra ciudad. El capítulo de hoy ocurrió 134 años antes de la fundación, cuando los españoles llegaron por primera vez al Valle de Aburrá.

hace 2 horas

La mañana en que se acabó el mundo. Era un 24 de agosto, como hoy, pero hace 484 años. Casualmente, también era domingo. En este valle de los Aburráes —del cual nunca sabremos con certeza cuál era su nombre original, o incluso si tenía nombre—, ninguno de los pocos nativos de este paraíso de primavera eterna, entre quebradas cristalinas y árboles frutales, podía imaginar que ese mismo día se les acabaría el mundo.

Mientras el sol despuntaba, los indígenas notaron en la distancia la presencia de unos seres extraños. Hoy sabemos que uno de ellos se llamaba Jerónimo Luis Tejelo, que recibió la orden de su capitán Jorge Robledo —mientras este acampaba en lo que hoy es Heliconia— de dar una vuelta a ver si encontraba el supuesto tesoro de Arbi, y que fue a explorar al frente de un comando de veinte hombres a pie y doce a caballo.

Los nativos no entendían si lo que veían a lo lejos eran hombres, animales o bestias. Parecían monstruos gigantes de dos cabezas, cubiertos de pies a cabeza, que además cargaban palos capaces de escupir truenos, humo y fuego. Los aburraes jamás habían visto un caballo ni un arcabuz. Todo era nuevo, aterrador.

Una de aquellas dos cabezas parecía la de una persona, pero el pelo le cubría toda la cara. ¿Era hombre o animal? Para hacerse una idea de la impresión que pudo haberles producido basta con pensar que es como si justo hoy se le apareciera a usted en la calle un grupo de marcianos.

No debió ser sólo miedo lo que sintieron. De inmediato desplegaron un ritual de defensa ante fenómenos llegados de otro mundo. Hicieron sonar tambores y bocinas. Era como un código de llamado a la guerra. De un lado y de otro fueron llegando apurados grupos de nativos a lo que hoy es el barrio Guayabal.

“Antes que al valle llegase la avanzada de Gerónimo Luis Tejelo, salió el sol y los indios lo divisaron y tocaron sus tambores y bocinas, y juntáronse hasta mil”, relató después el escribano oficial Juan Bautista Sardela.

Batalla de mil contra 32

Otros cronistas como Pedro Cieza de León anotaron en su momento que muchos pueblos pensaron al principio que el caballo y el jinete eran un solo ser, una especie de monstruo con dos cabezas. Como si fueran seres salidos de pesadillas mitológicas.

“Los españoles serían hasta veinte de a pie y doce de a caballo; y como ellos nunca habían visto cristianos, les salieron al camino y sin dar lugar a que se les hiciese parlamento alguno, tuvieron con ellos su escaramuza, que les duraría tres horas”, añadió Sardela.

Si las cifras fueran ciertas, eran mil contra treinta y dos: al menos treinta indígenas por cada español. ¿Qué tanto se puede confiar en los datos de quien narra desde un solo bando? Por lo pronto, apenas tenemos estas hilachas de relatos para imaginar.

Aquella primera batalla fue más que un encuentro militar: fue el choque entre dos mundos. De un lado, los guerreros que luchaban por defender su tierra y su cosmogonía; del otro, conquistadores que venían a imponer la voluntad de un rey que jamás había visto esas montañas.

Los indígenas, según las crónicas, peleaban con macanas —garrotes de madera dura—, hondas para arrojar piedras y propulsores de dardos elaborados con palma tostada. Los españoles, en cambio, portaban espadas de acero, cascos de hierro, arcabuces que soltaban truenos de fuego y humo, y caballos que con cada estampida desbarataban las filas nativas.

Aunque las armas de los indígenas eran simples, multiplicadas por mil se convertían en un poder formidable. Y más si las usaban con el profundo temor de estar peleando contra monstruos.

“Fue bien reñida de ambas partes, e hirieron seis o siete españoles y mataron e hirieron caballos, donde los españoles se vieron en gran riesgo de perder”, concluyó Sardela.

Los guerreros aburraes no fueron presa fácil. Pero nada se supo de bajas entre ellos. ¿Qué pasó con los “mil” indígenas de la batalla? ¿Y qué ocurrió entre esa escaramuza mañanera de tres horas y el combate que vino después?

3.000 contra 100 y los perros feroces

Poco o nada se sabe. Tal vez ese pedazo del valle, tras tres horas de gritos y choques quedó embargado en un silencio extraño. Con caballos heridos tendidos en la hierba, españoles curando sus heridas e indígenas tendidos en el valle.

Hasta Heliconia llegó el mensaje de Tejelo pidiendo refuerzos a Robledo. Los aburraes también convocaron a tribus vecinas, como los anáes y los bitagüíes.

“Llegó el general Jorge Robledo con hasta cien hombres de a pie y de a caballo, y a la sazón vinieron sobre ellos hasta tres mil indios, con gran furia, tocando bocinas y tambores; y aunque la pelea fue reñida de ambas partes, al fin quedaron vencidos los naturales”, se lee en los escritos de Henao y Arrubla.

Pero de nada sirvió la bravura de los indígenas. Robledo trajo consigo los temidos perros de guerra, entrenados con carne humana para que crecieran “cazando indios”. Así lo narró Pedro Cieza de León, y lo reforzó Sardela en sus relatos de las refriegas en Antioquia: “los naturales cobraron tanto miedo a un perro que se llamaba Turco (...) porque en un momento despedazó seis o siete indios”.

Los guerreros del Aburrá

Algo distinguía a los habitantes del valle: tenían ropa. Usaban mantas con las que se cubrían, a diferencia de muchos otros pueblos que los cronistas españoles habían visto vivir desnudos en su travesía desde Cali.

Eso significa que, desde hace 500 años, ya en esta tierra se elaboraban textiles. Se dice fácil, pero eso implicaba un grado de tecnificación importante y habla de una cultura con siglos de gestación. Primero tenían que conseguir el algodón, que no se da en el clima del valle. Al parecer lo obtenían gracias al trueque de sal. ¿Y de dónde obtenían la sal? La extraían de unas quebradas en lo que hoy es Heliconia. Una especie de oro en polvo de la época.

Con la sal en mano para poder traer el algodón tenían que hacer largas travesías o gracias a mercaderes. Y ahí, entonces, otro detalle de progreso: existen vestigios de largos caminos en piedra para el tránsito de personas que conectaban con pueblos al oriente y al norte construidos en decenas o centenas de años. Caminos comparados con los de Cuzco.

“Se vio un camino antiguo muy grande, y otros por donde contratan con las naciones que están al Oriente, que son muchas y grandes, las cuales sabemos que las hay más por fama que por haberlo visto”, escribió Pedro Cieza.

Sardela, por su parte, menciona bohíos levantados cada cierta distancia, tal vez para uso de mercaderes y cargueros: “había ciertos bohíos como a manera de ventas, y estaba un bohío, y a dos leguas el otro, y en cada uno había sembrado su comida de maíz y yuca”, que hoy podríamos considerar los precursores de las fondas.

Y una vez con el algodón en la mano, lo convertían en telas o tejidos para lo cual habían construido los husos que manejaban con maestría para producir el hilo que luego transformaban en mantas. También empleaban pequeños sellos o rodillos —llamados aburrá en lengua catía— para estampar diseños sobre la piel y las telas. De ahí, al parecer, proviene el nombre original de este valle, al que los españoles bautizaron como San Bartolomé por la fecha de su llegada, 24 de agosto, día del santo.

Esas mismas mantas fueron las que algunos indígenas, al ver llegar a los españoles, se quitaron de su cuerpo para colgarse de los árboles.

Los suicidios como resistencia

“Cuando entramos en este valle de Aburrá fue tanto el aborrecimiento que nos tomaron los naturales de él, que ellos y sus mujeres se ahorcaban de sus cabellos o de los maures, de los árboles, y aullando con gemidos lastimeros dejaban allí los cuerpos y abajaban las ánimas a los infiernos”.

Así lo escribió Pedro Cieza de León, quien había llegado al Nuevo Mundo siendo apenas un adolescente de 13 años y, a sus 21, ya narraba estos hechos.

Los suicidios sorprendieron a los españoles. Sardela también se refirió a ellos: “Aconteció en esta provincia a algunos españoles, yendo por fruta y caza de aves, ir donde algunos indios estaban y así como los veían se quitaban una manta (...) y se daban una vuelta al pescuezo y se ahorcaban”.

Incluso Jorge Robledo preguntó por qué lo hacían. La respuesta que recibió fue desconcertante: “Porque se espantaban de ver a los españoles y de las barbas, y que por esto se habían ahorcado muchos”.

¿De verdad fueron las barbas la causa? ¿O el motivo profundo fue la invasión misma, la destrucción de su mundo, el despojo de su sentido vital?

El malestar no daba tregua. Los aburraes expresaban su indignación por la pretensión española de adueñarse de la tierra. Según Sardela, un jefe indígena los amenazó con devorarlos:

“¿Que si habían hecho aquellos bohíos y plantado aquellos árboles, para que fuese del Rey aquella tierra? Que supiese, que si no queríamos ir de ella, que nos habían de comer a todos”.

Robledo, sin embargo, a sus 41 años estaba interesado solo en una cosa: oro. Y en el Valle de Aburrá había poco.

Robledo y su fiebre del oro

Tres años antes, en 1538, el gobernador Juan de Vadillo había llegado extenuado a Cali contando que en su ruta desde Urabá había oído hablar de una montaña llena de oro llamada Buriticá. Con la bendición de Francisco Pizarro, Robledo fue enviado a fundar un poblado cerca de esa montaña.

Estamos hablando de la misma Buriticá de la que hoy, cinco siglos después, una empresa china sigue sacando oro en medio de una guerra inédita: en los socavones se enfrentan desde hace cinco años dos mil mineros artesanales, buena parte de ellos controlados por el Clan del Golfo, contra la minera extranjera que en medio del asedio que vive decidió demandar al Estado colombiano por no proteger la concesión.

Volviendo a Robledo, en el camino, su modus operandi fue claro: a punta de caballos, lanzas, pólvora y perros rabiosos, fundó pueblos y sometió a todo tipo de indígenas. Anserma en 1539, Cartago en 1540. Capturaban a un indígena para que convenciera a su cacique “en son de paz”, o lo devolvían con manos, orejas o nariz cortadas como mensaje de terror.

En una de esas los carrapas, ubicados en lo que hoy es el Eje Cafetero, le echaron a Robledo el cuento de que existía un Valle de Arbi lleno de tesoros detrás del hoy Nevado del Ruiz. Lo contó Cieza de León: “Los señores vinieron a ver al capitán y le dieron muchas joyas de oro, y muchos vasos, y entre ellos una bandeja que pesaba más de dos mil pesos. Aquí estuvimos más de un mes, y decían los indios que pasada la cordillera de los Andes estaba una tierra llana muy poblada, y adonde había grandes señores riquísimos, y que se llamaba aquella tierra Arbi”.

Todo indica que él tal Arbi no existía, que los indígenas lo único que querían era sacarse a Robledo de encima, y este desde entonces se obsesionó con encontrar el lugar. Por eso fue que decidió hacer un alto en el camino en Heliconia y le ordenó a Tejelo, que se desviara de la ruta y saltará al otro lado de la cordillera occidental para que buscara el tal Arbi.

Fue entonces cuando se topó con el valle de los Aburraes.

Robledo mismo escribió sobre sus ‘tácticas’: “Descubrí la provincia de Mungia (Heliconia), donde pacifiqué los naturales en muy breve tiempo, y de aquí pasé la cordillera y descubrí otra provincia que se dice Aburrá, donde los naturales se pusieron en defensa (...) hirieron siete u ocho españoles y mataron e hirieron ciertos caballos (...) y por dos o tres veces los naturales se tornaron a juntar y quisieron echar a los españoles de sus estancias”.

Finalmente, dice haberlos “pacificado” tras múltiples “requerimientos”, aunque eran “dignos de castigo por el daño que en los españoles habían hecho”.

Robledo fue a explorar más allá del valle a ver si estaba Arbi, pero “en cambio halló muy grandes edificios antiguos destruidos y los caminos de peña tajada, hechos a mano, más anchos que los del Cuzco, y otros bohíos como a manera de depósitos. Y el Capitán no se atrevió a seguir aquellos caminos porque quien los había hecho debía ser mucha posibilidad de gente, y así se volvió al real y se partió de aquella provincia de Aburrá, al otro día después de San Bartolomé”.

El valle que no se fundó

El dia de San Bartolomé era el 24. Es decir, Robledo, Tejelo y toda la tropa solo duró un día en el valle de los aburraes. ¿A qué se refieren con lo de “muy grandes edificios antiguos destruidos... caminos de peña tajada, más anchos que los del Cuzco...”? Se supone que se trata de Santa Elena y Piedras Blancas, en la parte alta de Medellín. Porque allí se han encontrado restos de caminos indígenas tallados en roca (“peñas tajadas”) y trazados antiguos que comunicaban con Rionegro y el oriente.

Así entonces, el lunes 25 de agosto siguieron su camino. El 4 de diciembre de ese mismo año, Jorge Robledo fundó la ciudad de Antioquia (Santa Fe de Antioquia) cerca a la montaña Buriticá. Se fue a España en 1542 y le dieron el título de Mariscal.

En eso consistía el interés de los españoles. Venían al Nuevo Mundo a descubrir tierras para que le dieran título de “hijosdalgo”, que les servía para no tener que trabajar con las manos porque para ellos era considerado indigno. Regresó luego reclamando y Belalcázar lo condenó a muerte en 1546, en Pacora. Apenas cinco años después de haber “descubierto” lo que hoy es Medellín, lo mataron a garrote y exhibieron su cabeza en público.

Medellín fue tan irrelevante para él que ni siquiera pensó en fundar un poblado aquí.

No quedó nadie

Los aburraes del valle no sobrevivieron, algunos porque se quitaron la vida, otros tantos los mataron los colonizadores o sus perros amaestrados y al resto los virus. Sin embargo, por esos giros mágicos del destino, la elaboración de tejidos y el comercio parece que se hubiera mantenido como un espíritu en este territorio. También quedó la huella en ellos en el maíz, los fríjoles y la arepa, y en nombres como Aburrá, Niquía, Itagüí, Aná y Guayabal.

Y la memoria de que en un día como hoy, hace exactamente 484 años el Valle de Aburrá era un extenso terreno ocupado por aldeas dispersas, cerca de fuentes de agua, rodeados de bosques y suelos fértiles. Los indígenas eran de talla media baja, pelo negro lacio, ojos rasgados. Vivían en bohíos circulares construidos con bahareque, madera y techo de paja. Se pintaban el cuerpo con achique, los caciques eran polígamos, practicaban canibalismo con sus enemigos y la tierra era de uso colectivo.

Jorge Robledo lo describió así: “Son grandes labradores, tienen mucha ropa, mucho de comer, así de carne como de frutas, porque tienen grandes arboledas (...) Había comida de maíz para más de dos meses y en los bohíos se halló mucha infinidad de comida, así de maíz como de frísoles, que son como alverjas, y muchos curies que son como conejos, salvo que son más chiquitos”.

Setenta y cinco años más tarde, en 1616, cuando Francisco Campuzano quiso crear una primera “reserva” en San Lorenzo de Aburrá, tuvo que traer indígenas de otras tierras. Y solo en 1675, hace 350 años, se fundó oficialmente Medellín.