3Q. Pensamiento III
Y qué tal si, en adelante, se deja de lado la idea de medir el avance nacional en términos de PIB (Producto Interno Bruto) o PIB per cápita. Qué tal si se olvida del GIDI, que puede arrojar resultados espurios al no considerar el crecimiento de la riqueza. Qué tal si ya no es la frontera económica de la pobreza en función de un nivel de ingresos, que miopemente omite la habilidad que se tiene para, con esos ingresos, resolver necesidades básicas.
Qué tal si, en adelante, a todos los administradores de municipios, grandes ciudades y departamentos, y yendo más lejos aún, del país, se les exige métricas claras de avance en dimensiones tangibles que apunten a soluciones sostenibles (duraderas en el tiempo), accesibles (ajustables a la realidad económica local) y confiables (invariables respecto al viento político) para sus planes de gobierno. Sería un sueño definir la pista general sobre la cual se correrá la carrera en adelante, sin tener preocupaciones de hacia dónde puede curvar la carrera. Más bien, concentrarse en cómo avanzar correctamente y eficazmente sobre ella.
¿Qué tal si se logra que la discusión real de futuro se centre en el índice de pobreza multidimensional?
Y algunos dirán que no hay manera, que es imposible medirlo, que son muchas variables. Otros, que no tenemos datos históricos suficientes para hacerlo. Que habrá sesgos. Mil serán las excusas. Pero si se sigue aplazando esa responsabilidad, para cuándo quedará entonces. Hasta cuándo evadir un problema tan real que tiene que ver con las necesidades locales.
El Índice de Pobreza Multidimensional (en inglés: Multidimensional Poverty Index) es una medida de orden internacional bastante precisa. Ha sido implementada ya en más de cien países en desarrollo y sirve como complemento a otras medidas de pobreza que se concentran en capturar carencias en salud, educación y calidad de vida, con la diferencia de que lo hace de manera independiente para cada dimensión y de forma simultánea para todos los indicadores. Esto ayuda a saber de forma muy simple y numérica si el partido contra la pobreza se está ganando o se está perdiendo. Y se evitan discusiones inocuas que buscan protagonismos mediáticos fútiles.
El IPM de 2020 pondera indicadores dentro de tres dimensiones así:
Salud, dividido en nutrición (1/6) y mortalidad infantil (1/6). Educación, dividido en años de escolaridad (1/6) y asistencia escolar (1/6). Estándares de vida, dividido en combustible para cocción (1/18), saneamiento (1/18), agua potable (1/18), electricidad (1/18), alojamiento (1/18), propiedad de activos (1/18).
Ha quedado claro en la última década que las medidas tradicionales de pobreza orientadas a niveles de ingresos y gastos basados en un límite mínimo requerido para adquirir una canasta básica se quedan cortas y no reflejan las carencias reales. No se logra capturar correctamente el bienestar de las personas a través de esos indicadores monetarios.
Las ventajas de exigir a los futuros administradores públicos la base y la mejora en un IPM es que permiten hacer una trazabilidad clara a los objetivos que resolverían temas de pobreza y, a su vez, alinearlos con los Objetivos de Desarrollo Sostenibles definidos por la ONU.
A su vez, y quizás más importante, ayudarían a hacer objetiva y cuantificable la eficacia de la administración pública a nivel nacional, y barrerla y juzgarla en términos de sostenibilidad, accesibilidad y confiabilidad de las soluciones que promueven para las geografías que administren. Sin contar con que de no mostrar resultados, será más fácil juzgar la capacidad para administrar lo público de quienes asuman esa obligación.
La medición no será simple, pero en algún punto será necesario empezar. Hacerlo ayudará a corregir malas prácticas administrativas de lo público y, adicionalmente, a definir retos tangibles para cada geografía. Finalmente, lo que no se mide, no se puede administrar.
¿Qué tal si a los administradores de lo público, en adelante, se les exige avances concretos en el IPM del lugar donde vive?