Columnistas

A SALUDAR AL ENEMIGO

19 de febrero de 2017

La Ley del Talión fue necesaria en una cultura primitiva en la que la venganza no tenía límite alguno. Cuando fue dada, era una ley verdaderamente “progresista”, porque ponía límites a la venganza. Jesús propone simplemente no vengarse y pone unos sencillos ejemplos de la vida cotidiana para mostrar la manera de actuar ante la agresión del otro, según la “nueva justicia” del Reino de Dios. No debe juzgarse desde la perspectiva del evangelio. La Ley del Talión se basaba en el principio de retribución: haz lo mismo que te hagan. Jesús niega que sea válido aplicar este principio, sus discípulos nunca deben buscar la venganza, deben más bien aceptar la humillación, estar dispuestos a sufrir la injusticia que se les hace y prestar el servicio necesario y requerido.

Estas exigencias de Jesús no van en contra del orden necesario en la sociedad. El mismo Jesús se constituye en paradigma: pide explicación a quien lo ha herido y sufre la humillación; manda incluso a sus discípulos que compren una espada para defenderse de sus enemigos (Lc 22, 33). Se trata de una actitud basada en la convicción de que la venganza solo lleva a aumentar la violencia. Más aún, se trata de actuar según la manera de actuar de Dios.

Jesús eleva el principio del amor al prójimo, limitado por los judíos a los del propio pueblo, a categoría universal, sin hacer ninguna clase de distinción. Jesús establece el principio del amor universal. Dios no hace distinciones, hace salir el sol para todos. Es una nueva versión e interpretación de Dios, ya que los judíos consideraban que tenían preferencias casi en exclusiva con él.

Jesús propone un ideal de convicción humana que no se basa en la mera filantropía como cualidad del corazón, sino en un motivo de amor inspirado en Dios. Lo primero lo hacen también los paganos. Los cristianos debemos hacer algo más. El evangelio prohíbe la ruptura de la comunidad social (hay que saludar) y la religiosa (hay que orar hasta por los enemigos) y la sicológica (hay que amarlos, no por su maldad, sino a pesar de ella).

Todo esto se logra con la última prescripción que obliga, en forma imperativa, a la perfección cristiana. Una perfección cristiana que consiste en que nuestra vida y actividad constituyan una unidad. Toda para Dios. Sin establecer distinciones ni parcelaciones en el campo de la vida humana.