Columnistas

ABOGADOS PENALISTAS Y DECORO

07 de marzo de 2021

La presencia en el país durante las últimas décadas de los grandes carteles de la droga y de inusitadas manifestaciones de la criminalidad organizada, con sus hordas de ejércitos privados y grupos armados que invocan ideologías borrosas, no solo ha sacudido todas las estructuras de la organización social al arrasar con los pocos vestigios de democracia existentes sino que, también, lo ha hecho con la administración de justicia con sus secuelas de corrupción, destrucción y aplastamiento de los más caros valores aseguradores de la convivencia civilizada, todo ello a nombre de designios en cuya virtud se quiere imponer un nuevo orden, manchado de dólares y sangre. Dentro de ese derrumbe, la más lastimada es la justicia penal en cuyo interior se gestaron los carteles de la toga que –al mejor postor– compran expedientes y venden decisiones judiciales, incriminaciones, evidencias o silencios, etc. A algunos jueces y fiscales impolutos de antes, se les reemplaza por oficinistas dóciles y funcionales a la máquina infernal que todo lo arrasa a su paso. A sus pies, sucumben la ética, las garantías y los principios propios de un derecho penal democrático, para dar paso a los dictados de las piñatas que prometen nuevos paraísos.

En ese contexto también han cambiado los patrones propios del ejercicio de la actividad de abogado penalista. Los defensores de moda ya no son los que munidos de argumentos y transparencia tratan de convencer a los adversarios judiciales con su saber y sus análisis académicos, sino los que –convertidos en maestros de la parodia y las presiones– llegan cargados de jactancia. Ellos pretenden adoctrinar y domesticar a funcionarios e informadores; y, para acabar de ajustar, dicen abanderar los derechos de sus colegas y alardean por ser eruditos, aunque se invisten de lo que no tienen. Por eso, una de sus estrategias publicitarias –cuando se trata de casos de gran connotación o de figuras de relevancia– es prometer sus defensas gratuitas, sabedores de que tras ellas fluyen aparentes ríos de leche y miel; además, salen a las redes sociales a proclamarse como los líderes de los nuevos proyectos “liberadores” e incluso, se vuelven –para recordar la hermosa canción de Joan Manuel Serrat– los macarras de la moral pública y privada. Ahora ellos califican y descalifican, ordenan y disponen cambios legislativos, dictaminan cuales deben ser las transformaciones del Estado y de la política criminal; es más, esos oficinistas pretenden sentar cátedra y, desde sus vastos condominios, se creen con el derecho a imponer sus reglas de conducta a todos sus conciudadanos.

Ellos, a voces, son los que ahora dicen cuándo y cómo opinar, cuándo hablar o no hacerlo, cómo vestirse y abogar; pareciera, pues, que es necesario dirigirse muy penitentes a tales “prohombres”, porque se han autoproclamado los censores del momento y hasta los dueños de la opinión pública. Quien no los secunde está condenado a permanecer en silencio porque, ni siquiera, está legitimado para acudir a las cátedras universitarias; y, si actúa como profesional en ejercicio corre el riesgo de ser zaherido por no “ganar” nada, como si lo fundamental fueran los lingotes de oro atesorados en los bancos –no el alma henchida de realizaciones– o las apariciones repetidas en los medios de comunicación, y no la honradez, el decoro y la decencia. Así las cosas, urge recuperar un ejercicio del derecho penal presidido por el respeto a las ideas de dignidad, legalidad y transparencia, al servicio de todo el colectivo social y en el que prevalezca –sobre todo– un modelo de vida probo y con vocación ética y estética; el papel de quienes abogan por los derechos de los demás es, pues, fundamental para restaurar la democracia y asegurar la fe en el Derecho porque, como bien lo decía Aristóteles, “investigamos no para saber qué es la virtud, sino para ser buenos... de otro modo ningún beneficio sacaríamos de ella” (“Ética a Nicómaco”, Editorial Gredos, 1985, p. 160)