Acantilados blancos iluminados por la luna
El 12 de octubre de 1492 Cristobal Colón llegó a América pero convencido que había encontrado una ruta privilegiada de acceso al continente asiático. Su idea no era otra que establecer el comercio privado de oro con potencias como China y Japón. Más allá de los mapas, de los planes, del dinero, el continente que soñaba Colón era producto de la imaginación que habían desatado las crónicas de exploradores como Marco Polo y Sir John Mandeville. Oro, esclavos, azúcar y monstruos, era lo que buscaba Colón para satisfacer la voracidad de un continente cuya economía sufría por la lentitud del intercambio comercial. Navegar hacia el oeste no era una aventura tan descabellada como la han pintado, aunque sí peligrosa y a juzgar por todos los cálculos llevaría a una ruta directa con Catay, tierra del Kublai Kan.
Nadie sabía de qué tamaño era el océano Atlántico y por eso no se atrevían a cruzarlo. Todo era especulación e imaginación. Colón, al ser Genovés y miembro de una familia de marineros había participado en exploraciones a lo largo de la costa de África. Sabía muy bien lo que produciría el trueque, la explotación del oro y el comercio de esclavos. Pero además encontrar una ruta alterna con Asia implicaría grandes aveces de control político y militar, además de una oportunidad de expansión de los poderes europeos que ayudarían a afianzar la cristiandad en pugna con los musulmanes. Eso sería la gloria.
Colón era buen marinero, pero pésimo matemático y sus cálculos no estaban bien hechos. De allí que lo que contempló como la extensión del océano estaba totalmente errado. Con una tripulación de 87 hombres, la mayoría marineros y miembros de distinguidas familias de tradición en la marina, zarpó en busca de Asia. Originalmente debía ser Portugal el que apoyara la empresa de Colón, pero la corona portuguesa no quiso, y fueron los reyes Católicos, Isabel y Fernando quienes le dieron no sólo los recursos para su viaje, sino grandes concesiones y títulos desde el virreinato de las Indias, hasta la gobernatura de todas las tierras descubiertas.
A América llegaron de madrugada. “Acantilados blancos iluminados por la luna”. Eso fue lo primero que vieron los europeos de nuestro continente. Desembarcaron al amanecer. Colón se arrodilló y dio gracias a Dios poniéndole San Salvador a la isla de las Bahamas a la que habían llegado. Pero la sorpresa vino cuando los habitantes de la isla, desnudos, pintados, en apariencia dóciles salieron a recibirlos deseosos de hacer intercambios con los exploradores. Colón no quedó satisfecho y siguió buscando su oro.
Colón viajó varias veces a América sin saber a dónde iba. Hasta su tercer viaje creía que estaba en las Indias, pero justamente en ese viaje se topó con el Orinoco y la gran masa de tierra de América del Sur, aunque realmente fue Américo Vespucio quien sugirió que se había llegado a un “Nuevo Mundo”. De allí el nombre de nuestro continente.
Colón nunca entendió la magnitud de su descubrimiento. El oro y la gloria eran su obsesión y no lo dejaron ver lo que un visionario como Vespucio si pudo apreciar. Tomó un tiempo para que la magnitud de lo descubierto fuera asumida por las potencias europeas y se desatara la conquista con toda la furia que ya conocemos.
Una conquista que arrasó, que amasó, pero que también forjó este continente que somos hoy en día. Ese proceso, esa parte de nuestra historia es también nuestra herencia. Una que nos cuesta a veces entender y aceptar. Somos producto del descubrimiento, de la aventura, pero también de un delirio de gloria y grandeza que salió de un sueño frente a un mapa imaginario.
Somos un continente luchando por descubrirse a sí mismo, compartiendo un mismo drama que desde el Río Grande hasta Ushuaia nos deja con un sentido difuso de la identidad. Como si no fuésemos reales, ni siquiera posibles. En América cada país es un universo, pero con un destino compartido. Somos una amalgama entre la razón de Europa y la imaginación India. Fiebre de oro, ideas, fe inquebrantable, magia y maravilla. Tierra de visionarios, héroes, gigantes y pensadores. Tenemos pendiente escribir desde nuestra historia y vida una narrativa distinta para cambiar de una vez por todas lo que parece ser el inevitable destino trágico de nuestra historia.
Fuente histórica: Edwin Wilson, Historia de América Latina