Columnistas

Amar lo que haces

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01 de mayo de 2016

No soy de esas personas que siempre supo lo que quería hacer en la vida. De hecho, conozco pocas que sabían a dónde iban y no se desviaron. Tengo un amigo que ensayaba con su banda en el sótano de mi casa. Finalmente los miembros de la banda vendieron sus instrumentos y se dedicaron a algo más realista. Menos mi amigo. Él estudió ingeniería de sonido y sigue tocando. Mi mejor amiga siempre quiso ser médica y ni el matrimonio, la maternidad, el divorcio o el país se lo impidieron.

Conozco a varias personas que querían ser arquitecto, músico, astrónomo, profesor, escritor, fotógrafo, cocinero, pintor, y cuando le tocas un tema relacionado no paran de hablar, hasta que finalmente te nombran el oficio y añaden el adjetivo: frustrado.

Mientras crecía tuve tantas ganas de ser veterinaria, actriz, vendedora de tienda o secretaria General de la ONU. Mi vocación siempre fue la del sueño. Nunca algo concreto, disponible en el pénsum de una universidad. Pero cumples dieciocho y el sistema te obliga a que digas qué quieres hacer el resto de tu vida.

Mi aptitud verbal y mi gusto por la historia me llevaron a pensar que el derecho era una opción inteligente. Me fascinó la dogmática jurídica, el derecho constitucional, el romano, leer los códigos e imaginar los conflictos que el legislador previó en ellos. Las prácticas no me llamaban la menor atención. A mitad de carrera me cambié a historia del arte. No puedo describir lo que sentí en los primeros exámenes. Un placer asqueroso. Fui ese niño de la clase que uno odiaba por su cara de satisfacción frente a lo que estaba haciendo. A mí lo que realmente me gusta es aprender y estudiar. Soy humanista. Lo sudo hasta el último poro.

He pasado por emprendimientos empresariales, proyectos gastronómicos, hasta que finalmente encontré en la promoción de lectura mi llamado en la vida. Sí. Un día. Como un rayo entre un taller y una reunión. Cuando recomiendo un libro, coordino un club de lectura o doy una charla siento algo que no puedo describir, me digo: yo nací para esto. Me olvido de todo y si la felicidad existe es esa sensación, similar a la que invade cuando besas a alguien que amas, todas tus piezas encajan y lo que haces es fácil. Demasiado fácil.

Claro que no siempre tenemos la opción de dedicarnos a lo que nos apasiona. Hay músicos frustrados detrás de miles de trabajos inútiles pero que pagan cuentas. Millones de personas han tenido que esconder su pasión porque la realidad se interpuso o el ruido de la gente los aturdió. Cuesta dedicarse a un sueño y da mucho miedo porque el fracaso nos lo pintan desde la infancia como la madre de todas las desgracias, y no como un efecto natural de la vida.

Es que este viaje terrenal es puro ensayo y error, y nada que valga la pena se logra sin pegarle la nariz al suelo varias veces.

Claro que la fórmula del éxito tampoco es algo supra-terrenal. Hay quien no ama lo que hace o ni lo entiende, pero le conoce la vuelta. Tanta gente que finge ser lo que no es. Los gurú de las dietas y el estilo de vida, que te juran que si dejas el gluten aunque no seas celíaco serás feliz, escritores de autoayuda que te convencen que la receta para tu tristeza es una generalización, como si el alma tuviese un centímetro de profundidad, los falsos pastores que engañan al que busca un poco de fe. Abundan los se refugian en el título de artista para enmascarar un falso estilo de vida, un ego fuera de control, es que yo soy excéntrico, soy artista.

Una de mis películas favoritas es Cinema Paradiso y nunca olvido esa escena en que Alfredo le dice a Toto cuando va a partir a Roma a buscar su camino, “sea lo que sea que hagas en la vida...Á-MA-LO como amaste la cabina de este cine”. No siempre amamos lo que hacemos. No todos tenemos esa oportunidad. Pero sí podemos intentarlo, darle la vuelta o buscar el camino. Siempre podemos seguir creyendo. Incluso esa búsqueda la podemos amar. Porque al final amar lo que uno hace es amar la vida y amarse uno mismo.