Amor a la tierra
¿Cómo responderle a un joven campesino que piensa que es mejor cualquier empleo en la ciudad que trabajar la tierra? ¿Habrá forma de saldar esa inmensa deuda social con nuestro campesinado?
“¡Ah, la tierra, el amor a la tierra! Los economistas y sociólogos que moran en la ciudad pueden decir lo que quieran de la distribución de la riqueza, la rapidez de la moneda, la expropiación de los campos, la comunicación de las haciendas; pero en el fondo del campesino, por encima del amor a la familia, del gusto por la embriaguez dominguera, del respeto por las cosas del culto, existe el amor irrevocable a la tierra. Es un amor físico, que nada tiene de la codicia del ciudadano burgués que goza amontonando cupones y cédulas bancarias. El campesino quiere tierra”.
El texto es de Eduardo Caballero Calderón en Colombia campesina, un libro de Villegas Editores, publicado como un llamado a la conciencia sobre la ruralidad, tan importante y tan desatendida en nuestro país. Leyendo sus textos y mirando sus fotos, se me vino a la mente una carta que nos escribió mi papá, un campesino puro que amaba la tierra en la misma medida en que la padecía, cuando compró una de sus últimas fincas, que le dio más problemas que plata. Un aparte:
“La finca se llama la Cecilia. Cada día me parece más bonita. Cuando la pague me voy a vivir en ella y llamo al peluquero pa que vaya a motilarme allá. La vaca se llama la Pirinola. La ternera, Liceth. El caballo, Chatarrero (tiene algún parecido con el personaje de Calamar). El perro, Collazos; el marrano, Anturio. Las dos marranas se llaman Pati y Milena. En cualquier puente vienen para que la conozcan. Ya tengo dos gallinas planilladas para el almuerzo. Las arreglamos, les echamos yuca, plátanos, guineos ¡y ni se diga de ese sancocho! Desde la casita se mira un cafetal que más bien parece un jardín. Yo, que sí sé de café, puedo decir que es bonito. ¿Sí van a venir?”. Y sí fuimos. Y sí era muy linda, y era su vida entera, pero de ganas y belleza no vive un pequeño latifundista.
Hay cosas que les ponen el dulce a mordiscos a nuestros campesinos: Verano. Invierno. Poca cosecha. Insumos al alza. Intermediarios. Precios a la baja. Plagas. Olvido estatal. Créditos. Desplazamiento forzado. Más pérdidas que ganancias. Poco desarrollo económico. Baja calidad educativa, etc. Y cada una pesa toneladas en quienes han hecho de su relación con la tierra un verdadero y sufrido apostolado por toda nuestra geografía.
¿Cómo responderle a un joven campesino que piensa que es mejor cualquier empleo en la ciudad que trabajar la tierra? ¿Habrá forma de saldar esa inmensa deuda social con nuestro campesinado? ¿Cómo evitar el éxodo campesino hacia las ciudades? Desde una visión de país, el campo es esencial: Genera valor económico y garantiza la seguridad alimentaria, además de ser fuente natural de nuestra idiosincrasia. Pero el Estado y la sociedad nos damos el lujo de ignorarlo. Hay tarea, señores. Pero en obras. De cháchara ya fue suficiente