Columnistas

¡Ánimo, no temáis, soy yo!

14 de agosto de 2017

Escuchar estas palabras de Jesús, en su Evangelio hoy, se convierte en motivo de esperanza y consuelo para estos tiempos en la vida del mundo y la Iglesia.

Hace poco terminamos un siglo que soñábamos haber vivido con más paz y posibilidades de mejorar nuestras condiciones de vida para todos, por sus logros a nivel social, científico y cultural. La verdad, no fue así. Por muchas circunstancias, y de forma inexplicable, fue todo lo contrario: concluimos dolorosa y penosamente un siglo, con un crecimiento exagerado de múltiples brotes de guerra, violencia y terrorismo. Un mundo en sombras y duelos de muerte, en muchos ámbitos, que suponíamos superados por nuestros alcances. De otro lado, comenzamos un nuevo milenio, con “muchas ilusiones”, sí; pero ya desde sus comienzos sigue dejando rostros de terror, muerte y destrucción de la vida del ser humano, y de su medio: nuestro planeta.

Para nosotros, cristianos-católicos, al mirar la vida de la Iglesia, el panorama presenta indicadores semejantes. Altos índices de crisis de sentido, de fe y coherencia, que hacen que nos sintamos en la barca como los discípulos de Jesús. Paralizados por el miedo al brutal oleaje de los tiempos y por no tener seguridad ni confianza en el Señor Jesús, al que con dificultad reconocemos, o le vemos con temor porque creemos, como ellos (discípulos): ver “un fantasma”.

No tener crisis, no es indicativo de estar bien en la historia o camino de un ser humano. Pero el miedo a la vida, el desgano por vivir, por el sentido de todo, constituyen un escenario simple de estupor y desconcierto que mina todo sentido y gusto trascendente del vivir.

En estas circunstancias, resulta evidente que el “brillo pasajero”, deslumbrante, de tantos logros de esta vida material y humana, concluyen con ella. La dimensión de trascendencia y sentido profundo del vivir, se tornan difusos, parecería verse solo un fantasma. El ruido y los gritos de todo orden, circunstancia y personas a los que nos hemos acostumbrado, hacen desaparecer del horizonte humano: el silencio profundo, la dimensión de la contemplación, la capacidad de discernimiento para poder encontrar la voz de Dios y del Espíritu, que ciertamente no está en el ruido del trueno de tantas convulsiones, hoy.

Como Elías en la montaña de Dios, en el desierto... lejos del ruido y de deslumbramiento de muchas “apariencias”. En el susurro suave de la brisa y en la profundidad del silencio... re-encontraremos el verdadero sentido de nuestra vida, su original y definitiva orientación. Como los discípulos en la barca, acompañados por el entusiasmo y fuerza de la fe de Pedro, podremos escuchar, en medio de tantas experiencias que nos cercan y sacuden como oleaje bravo y oscuro hacia abismos de muerte, la voz de Jesús, como la verdadera voz de Dios, para el mundo y para nosotros en estos tiempos: Ánimo, no temáis. Soy Yo.