Columnistas

Aprender del dolor

06 de agosto de 2018

Querido Gabriel,

No me gusta hablar de violencia. Seguramente tengo estrés postraumático, al haber sobrevivido en la Medellín de los 80 y 90. El estallido de un disparo me sobresalta, me provoca salir corriendo. Por eso, no fue fácil ver completa la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra, Pájaros de Verano. Sin embargo, por dura y hermosa a la vez, quiero compartir mis impresiones, invitarte a verla y a conversar. Me hace falta una tertulia para poder decantarla, para aprehender lo bello y procesar la amargura que me quedó al final.

Pájaros transcurre en la cultura Wayúu, de nuestra Guajira, en su bellísima lengua, sus paisajes inverosímiles, sus cantos, sus ropas, sus rostros impávidos. Es un mundo que está al mismo tiempo tan cerca y tan lejos, que tal vez por eso funciona como un buen espejo; nos regala la oportunidad para reflexionar sobre nuestra historia reciente, para no repetirla.

No quiero anticiparme y dañarte la experiencia, solo quisiera que le saques provecho. Observa las aves que le dan su nombre, escucha los cantos tradicionales, respira profundo. Sentirás el viento seco del desierto costero y la cálida humedad de la Sierra Nevada. Los colombianos debemos aprender a respetar a los descendientes de las naciones que estaban acá antes de los españoles. Piensa que, tras esa historia de odio y muerte, hay un pueblo con su territorio, su mitología, su particular relación con el mundo y una búsqueda de identidad a través de las continuas colonizaciones de los últimos seis siglos.

Verás balaceras, sangre, sentirás la contradicción de ver familias que se aman y se odian. Verás que la mafia acaba con la amistad y corrompe a los niños, que se vuelven criminales antes de llegar a ser adultos.

La película, como todo buen arte, nos permite conectar con nuestra propia humanidad. Al mismo tiempo, nos cuestiona. ¿Por qué una sociedad acoge un estilo de vida delictivo sin demasiadas preguntas, sin rechazo significativo? ¿Es más importante cubrir la dote inaudita de la novia, las reses, las cabras, los collares, que la pregunta sobre el origen del dinero que la paga? ¿Te suena parecido al “consiga plata, mijo...”? ¿Qué sucedió en una cultura para que la familia cercana esté por encima de todo, incluidos “los primos”, los prójimos? ¿Qué pasa en el corazón de un hombre para que la venganza justifique acabar con su familia, sus amigos y su pueblo?

Pensemos en Medellín y el resto de Colombia. ¿Qué sustrato social había al arribo del fenómeno narco que permitió que este hundiera sus raíces en la psique colectiva, la estética, la economía y la vida diaria? Jorge Orlando Melo, en 1994, escribía que no fuimos capaces de construir una ética laica que reemplazara la moral católica y los límites que esta nos imponía. Eso, sumado a una cultura negociante y emprendedora, nos puso a las puertas del infierno: con ganas de plata, pero sin unos valores que encauzaran ese deseo legítimo de crear riqueza, para evitar que se saliera de madre.

Ante esto, como siempre, solo se me ocurre un camino. Conversemos, de lo que pasó, de lo que pasa, de lo que puede pasar. Así, de pronto, un día veamos más películas colombianas tan bellas como esta, pero sin tanta sangre, sin tanto ruido de disparos ni llantos de muerte.