Aquí y ahora
En los apuros del día a día, a veces tenemos la fortuna de unos segundos de lucidez, como un frenazo de mano, un detente por un instante. Y nos preguntamos por qué tanta prisa, quién nos espera o de quién huimos. De pronto, a las malas y contra nuestra voluntad, algo nos aquieta, deshabilita el trote, que se ha vuelto nuestro modo y manía. Puede ser un imprevisto, algo que salió mal, un revés económico, un desengaño, una frustración, o, lo que es más contundente, una enfermedad. Entonces, viene un lapso de aprendizaje, de pausa y reflexión.
Constatamos en ese stand by, que vivimos más en el pasado y en el futuro que en el aquí y ahora. Acariciamos y resbalamos lo acaecido -la melancolía y el dolor-. Pero, con la mirada pegada al retrovisor, se nos desdibujan todos los horizontes, porque no hay ojos ni mente para dos panoramas opuestos. Hacia el futuro, acunamos angustia y ansiedad, o hilamos sueños, a veces imposibles. Adelantamos el embeleso por lo que alcanzaremos, que muchos apuntalan en el acierto con la lotería, siempre inminente. Si no fue hoy, será mañana.
Cuánto pesa el pasado. Persistimos en llevarlo a cuestas. La joroba que vamos consiguiendo de mayores no la explica tanto la edad, sino la carga que no queremos soltar. Y cuán efímeros son los castillos que imaginamos para el futuro. Lo real es el día de hoy, que puede ser el último. Por eso, la opción de vida con el aquí y ahora activa lo que nuestro filósofo de Otraparte llamaba la “divina facultad del olvido”. Como en los computadores, nuestra mente urge un ejercicio periódico para resetear, y tener la capacidad para empezar de nuevo.
Con algunas excepciones de pesimismo y agotamiento, a la par del reto de salud, la enfermedad va configurando en el ser humano una escena de crecimiento personal. Nos hace serenos, comprensivos frente a lo que realmente es la vida: el paso por este lapso de tiempo y “polvo transitorio”, que nombra Eduardo Falú en una de sus canciones. Nos torna delgaditos, pero no solo de constitución, sino de ego; porque diluye todos los humos, las pretensiones, los engreimientos, y nos centra en lo apremiante, en la urgencia, en el aquí y ahora. Nos enseña a darles gracias a Dios y al Universo por lo que hemos vivido y disfrutado, y a entender que muchas personas, con dificultades o limitaciones más complejas, hacen cosas asombrosas, además, con un aire de felicidad y satisfacción que contagia. Ella nos pone en modo de silencio, de pausa. Hace un ejercicio de desdoblamiento, nos vuelve sobre nosotros mismos y nos permite reconocernos. Produce un anonadamiento que nos lleva a entender y sentir qué es lo esencial, y a identificar cuáles son las cosas que nos preocupan o nos producen miedo, que, finalmente, son las que menos importan, las intrascendentes, las secundarias.
El aquí y ahora no evoca una postura pasiva y ensimismada, no dibuja un sentarse a vegetar, y esperar que la vida pase. Por el contrario, es una opción creativa. Genera modos de vivencia intensos. Es darle la bienvenida a la vida, pero con absoluto sabor existencial y responsabilidad social. Es abrir los cinco sentidos a cada nuevo día, vivir cada instante, como si fuera el último.