Columnistas

Beatriz González y el periódico de ayer

09 de diciembre de 2020

Sale usted de la exposición retrospectiva de Beatriz González, que terminó antier en el Museo de Arte Miguel Urrutia del Banrepública en Bogotá, y brilla con un aviso pintado en el alma: este país es una serpiente que se muerde la cola. La artista bumanguesa, cercana a los 90 años, no cesa en la hechura de su obra y nunca se queda sin tema.

Se inspira en noticas de periódico, recortadas como instantes de la historia universal de la infamia. Agiganta las imágenes dolientes, les infunde colores fosforescentes, las repite hasta que se vuelven íconos del imaginario nacional.

Es precisa en su escogencia de motivos. Comenzó con suicidas, siguió con las innumerables formas de acabar con los otros, forjadas en el infierno del exterminio como manera única de zanjar diferencias.

No le bastan los cuadros inspirados en la mirada oportuna de los fotorreporteros, así que opta por las series. Las miles de almas muertas, instaladas en sus cuerpos desgonzados sobre los columbarios del viejo Cementerio Central capitalino, son un desfile de vivos que arrastran para siempre los bultos del desastre.

No se limita a inmortalizar a los asesinados. Se inmiscuye en las fiestas palaciegas donde señala con el índice de su ironía a los ventrudos responsables. Turbay, por ejemplo, que no necesita nombre de pila ni fecha en el calendario. Son suficientes el corbatín, la cara de piedra, las damas que alzan copas. Y algo en la memoria certera de los espectadores: el Estatuto de Seguridad.

En los años recientes Beatriz González no perdona Las Delicias de la guerrilla, con sus soldados masacrados. Ni los venezolanos pasando al hombro sus camas dobles por entre las piedras del río limítrofe. Ni los cadáveres bien vestidos, encorbatados, que bogan por el río en cardúmenes macabros.

La artista ha convertido en eternidad el periódico de ayer. Deja en claro que nuestros caminos siguen pintando de rojo sangre las piedras. Por eso Colombia continúa matándose en esta pintura que taladra la sensibilidad de las últimas cinco generaciones.

Su mirada desde lo alto de las fotos personales, cuando posa adusta en plano contrapicado, es a la vez una reprimenda y una acusación. A partir de su maestría y del apego constante a la realidad, dicta una conminación hacia las nuevas estirpes que no han probado lo que es la vida sin una ferocidad endémica.