Boris Johnson no da la talla para esta crisis
Por Jenni Russell
Boris Johnson ha pasado décadas preparándose para su papel principal, perfeccionando su personaje adoptado, perfeccionando sus modales, midiendo las reacciones a su actuación y ajustándola para obtener el máximo efecto. Ahora tiene el escenario nacional y la audiencia embelesada que siempre anheló. Su discurso de esta semana anunciando un encierro atrajo a la mayor audiencia televisiva de Gran Bretaña en este siglo.
El problema es que ha estado preparando para el papel equivocado. El hombre llegó al poder interpretando a Falstaff, un pícaro cómico, entretenido y desvergonzado; ahora de repente está en el escenario como Enrique V, el rey de los tiempos de guerra cuyo juicio solemne, concentración intensa, carisma y convicción deben guiar a su nación en un momento de crisis. Johnson no sabe cómo interpretar ese papel, y se nota. Esto no es un ensayo. Su descuidada e inexcusable renuencia a rastrear y detener el virus con anterioridad habrá costado vidas.
A lo largo de estas últimas semanas, cuando la crisis del coronavirus se hizo evidente para todos en Gran Bretaña, Johnson ha sido indeciso, contradictorio, confuso y confundido, jovial cuando debe ser grave, confuso cuando una nación asustada necesita desesperadamente que sea claro. El hombre elegido por sus supuestos talentos por ser un gran comunicador se ha tambaleado con las conferencias de prensa, ocasionalmente tocando con evidente alivio un alegre verso que le resulta familiar. En los raros momentos en los que ha dado con la nota correcta, golpea infaliblemente la opuesta unos minutos, horas o días después. Sus cambios de estrategia y su falta de claridad dejaron a demasiados británicos ajenos a la importancia del distanciamiento social hasta demasiado tarde.
A medida que el virus se expandió por Europa a mediados de febrero, un primer ministro alerta habría tomado cargo inmediatamente, haciendo preparaciones intensas, consciente de que una posible pandemia posaba un grave peligro para Gran Bretaña. En cambio, se desapareció de la vista pública por 12 días, la mayoría de ellos los pasó en vacaciones privadas con su prometida embarazada en una finca palaciega.
A la semana siguiente, Johnson anunció que “básicamente deberíamos seguir con nuestra vida diaria normal”, siempre y cuando nos lavemos las manos durante 20 segundos, varias veces al día. Fue un consejo que inmediatamente burló al jactarse alegremente de que todavía estaba estrechando manos, como lo había hecho en un hospital con varios pacientes infectados solo unos días antes.
Inmediatamente se hizo evidente ante un público horrorizado que un servicio de salud crujiente y mal financiado con menos de 5.000 camas de cuidados intensivos; escasez aguda de ventiladores, máscaras, trajes y guantes; una capacidad de prueba inadecuada; y una enfermedad corriendo libre, se desmoronaría tal como lo había hecho el de Italia.
A Johnson le resultó imposible mantener consistencia o seriedad. Declaró con entusiasmo que pronto “despediríamos al coronavirus”. Se ha desviado entre la solemnidad, el aburrimiento evidente y las sonrisas, como si sus informes sobre virus fueran el espectáculo de entretenimiento.
Médicos y enfermeras desesperados advertían contra el peligro inminente, y miembros de su gabinete estaban en revuelta por su fracaso para comprender la crisis, arriesgar su imagen jovial y cerrar a Gran Bretaña. El lunes de la semana pasada, finalmente tuvo que anunciar que el cierre de Gran Bretaña había comenzado.
Incluso entonces, en este momento de profundo temor nacional y desorientación, Johnson no podía hablar con seriedad, solo con el énfasis extraño y teatral de un hombre fingiendo mientras la mitad de su mente está en otra parte. Todo su atractivo político siempre se ha basado en su capacidad de ambigüedad ingeniosa, por no necesariamente decir lo que quiere decir, por divertir y animar a la gente, por evitar hechos difíciles. Es lo que él sabe, pero no es lo que necesitamos. Está atrapado en su papel inadecuado, y nosotros estamos atrapados con él, temiendo que no madure para interpretar su papel.