Columnistas

Centro de Medellín o Centro del crimen

10 de diciembre de 2018

Alguna vez, por lo menos en la infancia —hace rato—, el Centro de Medellín fue un lugar amable, incrustado en experiencias memorables: ir al matiné del Teatro Lido, comer un sundae en el Parque de Bolívar, comprar el estrén navideño en Caracas o Maracaibo o entrar al Salón Astor y a Versalles para impresionar el sentido del gusto con copas de helado y empanadas argentinas. Hoy el Centro no solo es caótico, cosa que aguantan sus devotos y adictos, sino que es una olla de criminales y delitos. Zona tan peligrosa.

Allí se denuncia el 33,48 % de los hurtos a personas en la ciudad (unos 6.600, en lo que va de 2018), los homicidios pasan de 100 y hay lugares insoportables por el acoso de los ladrones, como la Plaza San Antonio. Una inmersión en el Centro, hoy, no solo exige paciencia y astucia —para capotear a pillos y embaucadores— sino la aceptación triste de que es muy difícil alcanzar en él aquella felicidad de otros tiempos. A los olores y sonidos que guardamos con celo en el cofre de la memoria olfativa y auditiva los sepultan el hollín y el ruido: una película desesperante que ennegrece la ropa y la piel y que hiere los oídos y los ojos.

El centro histórico de las ciudades debe convertirse en una zona de patrimonios protegidos, tangibles e intangibles. Lugares restaurados que permitan a los ciudadanos el ejercicio placentero del recuerdo, la evocación, el viaje al pasado en compañía de la gente de hoy y sus manifestaciones culturales; las siempre cambiantes expresiones urbanas. El asombro callejero.

Hay entidades y personas, entregadas a un liderazgo admirable y terco, que abren portales en San Ignacio y La Playa para el encuentro y la sensibilidad de la gente de la metrópoli áspera y agresiva que ahora es Medellín, pero que se sienten huérfanas del apoyo y la compañía de las entidades municipales.

También están allá afuera los ciudadanos que se declaran impotentes y desencantados ante el imperio del hampa en las calles y los parques. Allí en la avenida está el “escapero”; en la otra esquina, el “cosquillero”; en el cruce y el callejón, el “fletero”; en torno a los cafés y los bancos, el “escopolaminero”, y en los bajos del metro, el pandillero que rodea y somete a sus víctimas.

Ir al Centro se ha convertido en una experiencia traumática y depresiva. Poco a poco, aquel espacio fue tomado por personas y bandas que lo convirtieron en imaginario indeseado. Hoy las cifras de delitos y violencia que ocurren allí se vuelven un mensaje disuasivo para los ciudadanos. Ese lugar de tanta significación debe estar en el centro de las prioridades de los medellinenses y su gobierno.