Circuitos ilegales de seguridad
A fines de 2015 destaqué la consolidación de circuitos ilegales de seguridad y de protección en amplias zonas del país, implantados para asegurar el saqueo de recursos. Indiqué que ese tipo de esquema coercitivo-extorsivo aflora en medio de la corrupción y la desviación del poder público.
Mi argumento no es que el Estado, como ente homogéneo o poder omnipresente, esté absolutamente comprometido con intereses criminales. Planteo que, en el nivel local, el crimen organizado coexiste con distintas manifestaciones de poder, incluyendo el estatal, y que su esquema de seguridad se configura calculadamente con la acción y la omisión del aparato estatal.
Hace pocos días una colega expresaba su sorpresa en relación con el apogeo de mercados ilegales en zonas bajo control estatal. No entendía como las bonanzas económicas ilegales tenían lugar en regiones con una destacada presencia de la fuerza pública.
La disyuntiva se desprende de que, para conseguir sus fines, el crimen organizado no tiene que confrontar al Estado ni enfrentar las políticas que le son contrarias. Asumir una postura de abierta confrontación o hacer explícitos sus intereses los expone. La neutralización más efectiva del poder estatal es la menos visible pero igualmente exitosa: sin oponerse al Estado, extienden incentivos (positivos y negativos) a quienes tienen la tarea de implementar las políticas y a quienes cumplen funciones de control para que no ejerzan su labor con diligencia o para que dirijan sus esfuerzos hacia otros blancos.
Las organizaciones de crimen organizado no tienen que pelear con el Estado, pueden coexistir con este, con tal de que sus intereses no se vean afectados. No buscan sustituir ni desplazar al Estado, sencillamente necesitan que les dejen operar.
Al tratarse de un fenómeno etéreo por naturaleza, el crimen organizado emergerá matizado por realidades locales. Su capacidad de influencia mediante el soborno es complementada por su capacidad para doblegar mediante la violencia; de esta manera, aún en círculos considerados impolutos, logra inmiscuirse – ya sea producto de la voluntad o de la coerción (Benjamin Lessing, Making Peace in Drug Wars 2017). Sin necesidad de visibilizarse, este tipo de criminalidad consigue que sectores sociales y élites locales (políticas, económicas y militares) representen sus intereses.
En un proceso sutil (casi imperceptible), los intereses locales pasan a estar determinados por la influencia (corruptora o violenta) del crimen organizado. En esas circunstancias, la defensa de los intereses criminales no requiere grandes manifestaciones de poder bélico; de hecho, puede coexistir sosegadamente al lado de autoridades civiles y militares. Lo único que necesita asegurar es una amenaza creíble de que, frente a cualquier incumplimiento de las reglas de juego, su sanción será brutal y efectiva.
Por la dinámica vivida en el país, hemos tendido a equiparar este tipo de criminalidad con el accionar de grupos armados ilegales. Si bien los ejércitos privados o el mercenarismo hacen parte de su arsenal, estos son una manifestación visible de sus métodos, pero no una expresión de su esencia. El combate de estos grupos es necesario, pero no anulará el éxito del crimen organizado.
Aunque el gobierno continúe realizando megaoperaciones, como Agamenón en Urabá, orientadas a “neutralizar” a los integrantes de grupos armados, no logrará disminuir la influencia del crimen organizado hasta que no acepte que los circuitos ilegales de seguridad no se hacen a espaldas del Estado. La capacidad corruptora y coercitiva del crimen organizado tiene al poder estatal en jaque.