Columnistas

Cocaína en tiempos de paz

19 de julio de 2016

Las guerrillas colombianas le deben su longevidad al narcotráfico. A diferencia de otras organizaciones subversivas latinoamericanas que, ante la crisis de fondos de los años setenta y ochenta tuvieron que escoger entre la muerte en la ilegalidad o los pactos con los gobiernos de turno, grupos como las Farc o el Eln fueron salvadas por la siembra, producción y venta de droga. La cocaína, principalmente, les sirvió de combustible para mantener su utopía revolucionaria mientras aumentaban su chequera delincuencial con alternativas como la extorsión o el secuestro. La idea de tomarse el poder les “justificaba” moralmente los medios. En el proceso, lo sabemos todos, se convirtieron en el cartel narcotraficante más grande del mundo.

Ahora parece que las Farc finalmente cerrarán su capítulo de lucha armada. El acuerdo de La Habana es irreversible y un altísimo porcentaje de guerrilleros entregará las armas. Pero los cultivos ilícitos siguen ahí. En ellos radica incluso que algunos frentes se muestren rebeldes al proceso de diálogo y le planten la cara al Secretariado.

Hace un par de semanas la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) dio un batacazo informativo que los medios masivos apenas reseñaron: los cultivos de coca en Colombia aumentaron un 38 % entre el 2014 y el 2015. Nuestro país, a pesar de la euforia de los últimos años, es aún el principal productor de cocaína en el mundo y la nación con más cultivos ilícitos.

Paradójicamente los acuerdos de La Habana son parte del problema. El fin de la fumigación, las dificultades para la erradicación manual e incluso la idea de algunos agricultores de favorecimientos en el posconflicto si son contabilizados como cocaleros; dispararon los sembradíos ilegales. Todo esto, según la ONU.

La fragmentación del negocio de la droga ya generó nuevos grupos que no dudan en ocupar el vacío dejado por la guerrilla. Aprovechan también la falta de continuidad en la política antidrogas de Santos y la insuficiente presencia estatal en los territorios más vulnerables a la producción de coca.

Por ahí tambalea la estabilidad gubernamental y social que tanto se anuncia desde la Casa de Nariño como necesaria para el posconflicto. El Presidente sabe (aunque poco lo dice) que las drogas son uno de los agujeros en el barco de la paz. Uno tan grande que puede hundirlo todo.