Columnistas

Contar tu época

06 de agosto de 2015

Caty tiene 11 años, vive a las afueras de Cartagena, cerca de Turbaco, en una casa con patio pero sin piscina, una tortura en un lugar donde todo el año hace calor. Como nadie le explica nada, ella tiene que parar la oreja cada que puede, con prudencia para que no la descubra su madre, quien la regaña siempre por chismosa. Solo así, piensa Caty, podrá entender ese mundo que a los adultos les resulta difícil explicar, o que sencillamente no quieren hacerlo porque no creen que un niño merezca tantas explicaciones.

“Si no me estuviera ocultando las cosas, yo no tendría necesidad de averiguarlas por mi cuenta”, dice Caty de su madre, con quien mantiene una relación compleja, una mezcla de odio con amor ocasional. La relación con su padre es distinta, o más que distinta, para ella él es todo un misterio. Nadie ha sido capaz de explicarle qué es lo que en verdad hace, solo ve que mucha gente lo espera afuera en su oficina, que queda en la misma casa, mientras escucha que es un “iluminado” que tiene poderes y antes fue un respetado juez. Mejor dicho, la diferencia entre sus padres es tanta que Caty lo único que puede decir es que su papá es de Venus y su mamá de Ayapel, Córdoba.

Lo que no aprendí”, novela de Margarita García Robayo, transcurre en 1991, entre junio y julio, tiempo donde los programas de la televisión van desde “Los magníficos” hasta “Romeo y Buseta”, “Los Victorinos” y “Alcanzar una estrella 2”. Mientras tanto, en Colombia se aprueba una nueva Constitución, Pablo Escobar se entregaba a la justicia y los mafiosos empiezan a ser personajes cada vez menos discretos en los barrios.

Margarita García tiene el talento para que las cosas simples, las que muchos de su generación vivimos, luzcan majestuosas. Esta novela nos hace creer, al mejor estilo de las historias de Natalia Ginzburg o de “Todos se van”, de Wendy Guerra, que el día a día, el tedio, la lectura de un mundo propio, si se saben tejer, dan como resultado una literatura a la que hay que volver para descubrir mejor la memoria que hemos ido perdiendo.

Mientras imagino ese afiche del ídolo de Caty, Ricky Martin, y me río al imaginar cómo le habrán quedado los bigotes que su hermanito le pintó y por eso ella no tuvo más remedio que agarrarlo a trompadas, o releo estas palabras que la hacen pensar en su extraño vecino: “Yo no sabía si fumar porro era ilegal, pero me parecía que sí. Seguro era pecado. Me pregunté qué hacia el porro en la cabeza, si daba risa no podía ser tan malo”, debo decir que hay algo que no me gustó de la novela, la segunda parte, es corta pero la veo como una justificación innecesaria de la primera parte, de ese fragmento de vida tan bien contado que por sí mismo deja ver por qué era necesario detenerse en él.