Conversando con Caramelo
Llegó a mi casa como una lluvia repentina. Se lo regalé a mi hija Susana en un momento difícil de nuestras vidas. Desde que lo vi en la tienda de mascotas y me acerqué a su jaula, empezó a lamer mi mano a través de la reja y a mover su cola, como si nos conociéramos de tiempo atrás. Fue puro instinto. Nuestros corazones se adivinaron.
Era un cachorro de dos meses, bajo y alargado, de patas muy cortas y orejas largas. Su mirada tenía una mezcla asombrosa de inocencia, inteligencia y astucia. Era un Teckel de color canela. Cuando salimos de la tienda ya tenía nombre: Caramelo.
Durante los primeros días, mi hija se dedicó a cuidarlo. Yo la reemplazaba por las tardes, mientras ella volvía de su trabajo. Caramelo se dormía pegado a mí, buscando mi calor, apoyando su cabeza sobre mi brazo. Cuando Susana llegaba, brincaba de alegría, la seguía hasta su cuarto y dormía con ella en su cama.
Hasta que llegó el día en que Susana se fue a estudiar a México. Caramelo deambulaba por la casa como un huérfano. Apenas tenía un año. Yo decidí adoptarlo. Desde entonces, él me seguía a todas partes. Por la noche, dormía junto a la puerta de mi cuarto. Apenas adivinaba que yo iba a salir de casa, agachaba la cabeza y se echaba en un rincón a mirarme. Con sus ojos me preguntaba si lo iba a dejar solo. Cuando salía, se apoderaba de un zapato mío y se aferraba a él hasta que yo volvía. A mi regreso, se abalanzaba sobre mí, ladrando de alegría, y saltaba como tratando de abrazarme.
Hoy, Caramelo tiene cinco años. Mi hija regresó y yo me fui a vivir al campo. Él se fue conmigo. Si estoy en la biblioteca, se echa a mi lado, en silencio, y si ve que estoy leyendo o escribiendo, no deja entrar a nadie.
Cuando vuelvo a mi ciudad, él es el primero que se sube al carro. Aquí, como en los viejos tiempos, salimos a caminar. Y a veces nos pasa lo mismo que a Berganza y Cipión, los perros de la novela de Miguel de Cervantes: “gozamos sin ser sentidos de la no vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho”. Quiero decir, hablamos. Por supuesto que lo hacemos con las debidas precauciones. Cuidamos que nadie nos oiga. Y también que, en lo posible, nadie nos vea.
Esta semana, mientras paseábamos, le pregunté: “¿Ya te enteraste de lo que dijo el procurador?”
Él me miró en silencio como si no le importara de qué le estaba hablando. Yo insistí, poniéndome serio, para que se diera cuenta que el asunto tenía que ver con él: “Le pidió a la Corte Constitucional no admitir una demanda contra dos artículos del Código Civil que dicen que ustedes, los animales, son cosas”.
Caramelo no me prestó la más mínima atención. “Perro egoísta” le dije. “No te interesa la suerte de tus hermanitos”. Él siguió ignorándome. “El procurador dice que ustedes no tienen derechos porque no son humanos... Que ustedes son bienes muebles...”, le dije, casi al oído.
En ese momento íbamos a atravesar una avenida. Él se detuvo junto al semáforo. La luz estaba en verde. Yo aproveché la pausa para hablarle de Pitágoras, Locke, Bentham y otros hombres ilustres que han defendido a los animales de la brutalidad de los hombres. Fue como hablarle a una pared.
De regreso a casa, le conté la historia de Nietzsche cuando se abrazó al caballo que era azotado por su dueño, para defenderlo. Faltaba una cuadra para llegar. Entonces Caramelo se detuvo junto a un guayacán, alzó la pata y, mientras orinaba, me dijo:
-No le hagás caso a ese señor... El que diga que nosotros los perros somos cosas es un animal....