Corrupción y clasismo
Una sociedad justa es aquella cuyas instituciones promueven el aseguramiento de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas sujetas a su autoridad y cuyos ciudadanos no se humillan unos a otros. La primera idea es más exigente que la segunda. Es posible pensar que un Estado que no cumple con todas las demandas de una sociedad liberal y democrática, debería dedicarse a promover el bienestar de sus ciudadanos y a hacerlos capaces de alcanzar sus proyectos de vida. Diría así que puede ser una sociedad decente, aunque injusta. Colombia está lejos de cumplir con los parámetros de sociedad justa. ¿Es una sociedad decente?
En este tipo de sociedades, las élites políticas y económicas no extraen los recursos de sus ciudadanos mediante la corrupción, tampoco evaden impuestos. Ni exponen a sus ciudadanos a la pobreza, a falta de educación, a muerte por desnutrición de los niños en familias muy pobres. Y mucho menos permiten que grupos armados ataquen y abusen de las minorías, los campesinos, los líderes sociales. A pesar del gran avance que se ha hecho en las negociaciones para alcanzar la paz, Colombia no clasifica tampoco en el ranquin de sociedad decente, porque la corrupción la mata.
Cuando en un Estado como el colombiano la corrupción penetra los partidos políticos, cuando gobernadores, alcaldes, contratistas del Estado aparecen involucrados en sobornos, cuando los amigos del vicepresidente de la República se roban la plata de las regalías como ha sucedido en La Guajira, cuando se destinan los subsidios estatales para beneficiar a los más ricos como en Agro Ingreso Seguro, hablamos de la gran corrupción.
Su presencia en el mundo político nos indica la debilidad de la democracia, y nos muestra que la clase política se ha convertido en cínica, inmoral, criminal y que está alejada del examen de la opinión pública. Hay que decir que no todos los políticos son corruptos, pero tampoco puede afirmarse que se trate de unos casos aislados.
No solo la corrupción destruye los fundamentos de la democracia. Hay otras patologías que los minan. El clasismo es una de ellas. Este, como forma de discriminación generalizada, ancestral, de hondas raíces históricas, ha impedido la profundización de la democracia y la realización de la justicia social.
Colombia es de los últimos países de América Latina que sigue siendo gobernado por familias que han estado en la cúspide del poder desde el siglo XIX. Al presidente Santos se le abona la paz, pero es lamentable que en esta coyuntura de paz y democracia, el candidato que podría ganar las próximas elecciones sea su vicepresidente. Vargas Lleras, miembro de la élite tradicional más rancia, pertenece al partido que más ha otorgado avales a cuestionados poderes locales, le da coscorrones a sus subordinados, desencadenó un escándalo internacional por irrespetar al pueblo venezolano, gritándoles “venecos”. Para ser una sociedad decente, quienes gobiernan deben ser personas decentes. No corruptos, ni elitistas que arreglan todo a las patadas.