Creo en la Escuela
Con el desalentador panorama escolar, es fácil apuntarse al discurso derrotista que un sector académico viene esgrimiendo. Dicen, por ejemplo, que la escuela nada puede hacer, porque la globalización le ha arrebatado el liderazgo con ofertas, más de mercado que de formación.
Se dice que la democracia escolar es una ilusión, que ha sido mal entendida y ha desatado condiciones, no de libertad, sino de libertinaje, que sus enseñanzas son para ese tramo del claustro, y no para la vida, etc.
Innegable que hay argumentos espinosos para la desconfianza que despierta la estrategia escolar, desconfianza que pone en el banquillo la legitimidad que, hasta ahora, la amparaba. Cada día toma mayor fuerza un colectivo internacional de padres, que consideran que los resultados de la escuela son más nefastos que formativos. Prefieren, entonces, la formación de sus hijos fuera de la escuela.
Aun así, somos muchos los que pensamos en las posibilidades que se pueden generar desde el espacio escolar. A partir de episodios cotidianos y sencillos podemos hacer de la escuela un espacio de experiencias democráticas y de aprendizajes significativos. He visto cómo muchos maestros se acercan a una nueva postura, y que es posible transformar las prácticas pedagógicas. Doy fe de cómo, al desatar procesos de reflexión colectiva y crítica sobre las más cercanas prácticas y creencias, al abrir espacios para la conversación franca y constructiva, se generan otras oportunidades para la escuela.
Es evidente la dificultad para confrontar el “deber ser” con el “poder ser”, pero este no puede ser argumento para eludir el compromiso docente, y esperar que sea el Estado -paraguas bien ambiguo- el que deba instrumentar nuevos procesos. Todos los componentes de la sociedad tienen que ver, por supuesto, con la construcción de nuevas rutas para la reivindicación de la Escuela, cada quién desde el rol que le corresponda.
Pero el papel de los maestros es decisivo y la escuela es el lugar para iniciar estos procesos. Es allí, como esa “sociedad en más pequeño”, donde se pueden empezar a invertir los paradigmas que han jalonado el deterioro que hoy se evidencia. Parece que fuera necesario desarrollar, como dice Jaume Martínez Bonafé, una “contracultura” en contravía de los paradigmas que sostiene el estado actual de la sociedad y de la escuela; empezar a hacer en la escuela el tránsito del individualismo al grupo, de la heteronomía a la autonomía, de la enseñanza al aprendizaje, del autoritarismo a la democracia, de la vigilancia y el control al acompañamiento respetuoso y significativo, del reglamento preceptivo a la norma pactada, de la exclusión a la inclusión, de la verdad a la búsqueda, del distanciamiento al afecto, del hastío y rutina al deseo, y del silencio a la palabra.
La escuela puede ser el eje conductor a mejores condiciones de vivencia democrática, no sólo para ella misma, sino para la sociedad.
Toca afinar, entonces, los proyectos educativos hacia ese nuevo comienzo. Sabemos que transformar creencias, validadas tradicionalmente, implica recomponer los patrones culturales que se imponen en la escuela, creencias que legitiman y prolongan los procesos de homogenización y dominación del orden establecido. Replantear los patrones que tradicionalmente se dan en la escuela significa, además, cambiar el sentido de su rumbo desde lo teórico y actitudinal, para cumplir el ideal democrático de formar alumnos para la autonomía y la libertad. No es tarea fácil.
En treinta años nuestra sociedad ha creado condiciones de deterioro que ya tocan fondo. Por supuesto que la nueva sociedad tendrá que construirse con la misma sutileza que la llevó a su lamentable detrimento.