CUANDO COMÍAMOS Y DEJÁBAMOS
Volver a la tierra de los ancestros, descubrir que “no hay señal”; mirar el verde hasta donde la vista alcanza, oír el sonido de los pájaros, la algarabía de las gallinas y a Toña, la lora, reírse a carcajadas todo el día; ir a la huerta, coger las cebollas, el cilantro, las habichuelas, la yuca, las naranjas y las yerbas aromáticas; ver cafetales hasta donde la lejanía cambia el color de las montañas por azul oscuro; respirar aire puro y sentir que la paz en aquel rincón del mundo no es una utopía, es sentirse en el paraíso. Si no fuera porque...
Hace algunos años, no tantos, las alacenas de todas las familias colombianas se surtían de nuestros campos, una despensa que parecía infinita. Ahora Colombia tiene que importar maíz, arroz, carne, pollo y otros alimentos.
Pero no solo se han ido perdiendo las llaves de la despensa, sino también quienes la manejaban. ¿Cuándo se había visto escasez de mano de obra para coger el café? Pues ahora ni rifando motos en las plazas de los pueblos se consiguen recolectores. No hay quien coja el café en el Suroeste ni quien cultive las flores en el Oriente. La falta de estímulos, los bajos precios de los productos y la deshumanización de las formas de explotación de la tierra han aburguesado al campesino. Y es fácil verlo hasta en el hábito, que no necesariamente hace al monje: el sombrero lo cambiaron por cachuchas, las botas pantaneras por tenis y el carriel por riñoneras de la misma marca de los tenis.
Los conflictos causados por los grupos armados ilegales y los problemas de desplazamiento dieron origen al asistencialismo. No digo que todos, pero muchos han perdido el espíritu campesino porque resulta más cómodo recibir un subsidio que cultivar la tierra.
El orden público ha cobrado las manos de muchos jóvenes del campo que, obligados a prestar el servicio militar, son reclutados para empuñar un arma y jamás vuelven a coger el azadón.
Nuestros campesinos tienen desapego y desarraigo de sus tierras porque desde hace muchos años los gobiernos han sido recurrentes en tenerlos al margen del progreso, pese a que sistemáticamente los han “amenazado” con una política rural integral que nunca llega. Y que si llega alguna migaja antes de fracasar, cobija a los grandes latifundistas, mientras los pequeños y medianos pelan cocos con las uñas para sobrevivir.
Aplaudo la presencia de la universidad en las regiones, pero para fortalecer las ciencias del campo con énfasis en las necesidades reales de cada una, con más tecnología y menos esfuerzos para cultivar esta topografía caprichosa que nos tocó.
Según un informe publicado en EL COLOMBIANO el pasado martes 17 de noviembre, en Medellín estamos lejos de cuando comíamos y dejábamos: “Ahora comemos menos de lo necesario, en cuanto a cantidad y calidad nutritiva. El estudio desarrollado por la Alcaldía de Medellín con el apoyo de la Universidad de Antioquia revela también que el 31 por ciento de la población percibe que uno de los integrantes de la familia se acuesta sin comer, o que la calidad del alimento ingerido disminuyó”. Gravísimo.
Mientras que un litro de leche tenga menos valor que una gaseosa de la misma cantidad, a pesar de las grandes diferencias en el proceso productivo y nutricional, el campo colombiano no podrá ofrecernos más que un hermoso paisaje. Solo que, excepto al alma, la belleza no alimenta.