Cuando nadie habla
Hace unos días conocí una persona que ya no recibe llamadas. Ni siquiera las de cumpleaños. Solo le contesta el teléfono a la esposa o los amigos si necesita encontrarse con ellos a la entrada de un lugar. Se comunica por mensajes de texto, notas de voz o chats de Whatsapp. ¿La razón? No quiere que lo interrumpan “ni tener que lidiar con sentimientos, preguntas o reacciones ajenas”. Como él ya hay muchos. La comunicación humana ha cambiado desde que se enviaron los primeros mensajes a través del llamado “telex” en 1933 y de forma más concreta con la masificación de whatsapp desde 1999.
Las ideas se reducen a abreviaciones, notas de voz que no admiten interrogantes y el amor ya es una carita lanzando un corazón. A propósito del tema, el diario El País de España publicó recientemente un artículo titulado “¿Ya nadie quiere hablar?”. En él, la psicóloga y experta Sherry Turkle se pregunta por qué cada vez nos comunicamos más a través del celular que cara a cara o por qué la gente chatea cuando está cenando con sus hijos o amigos.
Esta experta que lleva años investigando el tema asegura que esa conversación mediante la cual escuchamos y conocemos al otro, es “el espacio que representa más riesgos” porque no podemos controlar la dirección del diálogo, puede incomodarnos o mostrarnos vulnerables. Por eso muchos prefieren los mensajes digitales. Otros se comunican así porque no quieren desconectarse del teléfono y perderse lo que está pasando o quieren hacer varias tareas a la vez. Sobre esto último, la experta comprobó que al hacer “multitasking”, nuestro cerebro se mueve rápidamente de una tarea a otra y la efectividad decae con cada cosa que agregamos.
Quienes hemos sido profesores de jóvenes vemos lo que pasa con algunos de ellos que casi nunca tienen una conversación prolongada cara a cara: no saben argumentar, las frases se reducen a adjetivos y la confrontación es mínima. Es difícil conocer qué piensan o pedirles que hagan una exposición oral. Si los maestros o familiares no les enseñan a expresarse, entran a la universidad como personas que adoran los monosílabos y no llegan al fondo de un asunto. Su expresión se reduce a “likes” en Facebook, corazoncitos en Instagram, caritas enviadas por el celular y descripciones de personas, libros o lugares en las que palabras como “espectacular” o expresiones como “demasiado bueno” son protagonistas.
Desconocen el poder de la negociación, persuadir o protestar con argumentos ante una injusticia. Quienes crecieron en casas con tertulias o tienen amigos y profesores que pueden defender o confrontar una idea, conocen el poder de la palabra seria, el valor de la retórica y la dialéctica a la hora de generar transformaciones personales o sociales. Aunque los dispositivos electrónicos nos faciliten la vida, conecten o diviertan, reducir toda la comunicación a ellos hará que muchos niños del futuro terminen balbuceando fonemas en lugar de conversar y que perdamos características exclusivas al ser humano: el habla coherente, la argumentación y el debate.