De salvar la vida
No todos hemos estado al borde de la muerte. Literalmente. Encañonados y de cara al vacío. Pero muchos hemos estado a punto de perder la vida, por no decir que todos hemos pasado por un momento decisivo de tensión, de resignación, de paso definitivo. No sé cuándo llega pero de pronto te miras al espejo, escuchas una palabra, unos pasos en la noche, un final o todo el despliegue del comienzo y te descubres solo y desnudo en una inmensidad que es el mundo, la vida. Y te pierdes. Te entumeces. Te aturdes. Y entonces te dejas llevar.
No hay que ser religioso para creer en epifanías. Pero hay que creer lo suficiente para entender los momentos de revelación. Hay que estar atento y no dejarse tentar por el pie de la letra que canta la mayoría. Las reglas. El exceso de razón, lo que llaman sensatez. De vez en cuando hay que ignorar al rebaño y escuchar los llamados lejanos. Hay que saber perderse y mirar de frente al fracaso. No es tan mala la perspectiva desde el suelo, cuando al caer ves el cielo desde un poco más lejos, te ríes de ti mismo y te das cuenta que solo tienes una opción. No hay peor momento que el de levantarse de nuevo. Tampoco hay otro mejor que el del segundo paso que das, cuando ya sabes lo que es caer, cuando ya puedes decirte con confianza que sabes cuál es el resultado: sobrevives.
Si de morir ahogado se trata lo que podría salvarte es la resucitación cardiopulmonar, pero en ningún curso de supervivencia te hablan de las verdaderas amenazas del mundo, como darte cuenta que tu familia no es perfecta, reconocer que tus viejos son humanos, que son viejos, que no eres invencible, que eres mortal, que eres más común de lo que intenta hacerte creer tu combinación de ADN, que si hasta una oveja es clonable entonces no eres tan especial. Que eres una cara más en el metro, unos pasos más por el pasillo de un aeropuerto, una persona más que se corta el pelo cada cierto tiempo, que detesta que le crezcan las uñas, que se niega a dejar los lácteos y que expresa su rebeldía atacando a sus oídos con decibeles nocivos de una música que esta generación sencillamente no quiere entender.
Entre las cosas que pueden salvar una vida está justamente la música, los libros, ese mundo inmenso que se abre. Esa puerta mágica que hay detrás de cada tapa, cada tema de la banda sonora de tu existencia. Te desdoblas dentro de tu mente y eres otro sin dejar tu cuerpo. Tu imaginación vuela tanto que cuando estás de regreso casi podrías jurar que tienes la capacidad de describir los lugares más remotos del universo. A millones de años luz. A leguas de viaje astral hay un lugar que has visitado. Solo respirando, imaginando y absorbiendo con tus ojos un conjunto de palabras que te cambiaron la vida.
Los amigos. El cine. Los tragos. Un domingo entero en la cama. El aplastamiento de una gripe y su forma de tumbarte y hacerte sentir tan indefenso y a la vez tan ridículo. Fármacos autorrecetados, el insomnio, una lluvia repentina, una casualidad que en realidad venías soñando desde hacía tiempo. Una mañana en que te diste permiso para hacer lo que nunca haces. Un comentario, una discusión, un descubrimiento. Una forma nueva de verte o el recuerdo de algo que siempre quisiste ser. Una forma de aproximarse al miedo y de entender el coraje.
De pronto un día resucitas o vuelves a nacer. Como si la bruma que te impedía ver las cosas claras se disipara. Te encuentras realmente y eres capaz de decir este es mi camino. No te da tanto miedo equivocarte como quedarte paralizado. Y tal vez no tengas todo resuelto en la vida, pero al menos has encontrado un propósito y le pones toda tu voluntad a un destino.