Decir adiós
La vida siempre estará llena de paradojas. Su condición cronológica lleva a que cada paso adelante sea una incertidumbre. El pasado se convierte en recuerdos, el presente en circunstancias de momento y el futuro en una ilusión que tratamos permanentemente de controlar para evitar y evadir a la muerte, esa misma que llena de temores y obliga a vivir bajo la ilusión del querer “estar para siempre”.
Obviamente, un panorama así dibuja sentimientos que llenan de angustia. ¿Qué vendrá mañana? ¿Qué depara el futuro? Aparecen, entonces, preguntas que estancan la capacidad de trascender e impiden la plena conciencia de que la vida es mucho más que aferrarse al cuerpo que la contiene. Ahí es donde debemos, simplemente, ir más allá.
Desprenderse no es fácil, pero hacerlo es tener plenitud de conciencia de que la vida es bonita, muy bonita, que cada momento vivido es una enseñanza y cada instante venidero, sin esperar más que dejarlo llegar, será un momento para valorar.
Mi madre de 77 años de edad, y tras cerca de 13 o 14 años sobrellevando una condición precaria de salud, tuvo el sábado pasado un accidente cerebro-vascular que la sumió en una inconsciencia profunda y en una condición de vida terminal.
Todo el contexto, desde cualquier punto de vista y sin lugar a discusión, decía que había llegado el momento de despedirse. Inició, entonces, el reto de no aferrarse a tenerla con vida. Un reto que obligó a franquear la debilidad que tenemos ante la muerte y entender que debíamos comenzar a vivir su esencia sin necesidad de tenerla presente.
Ella falleció el domingo pasado a mediodía. Lo hizo en silencio y sin dramas. Tengo la plena certeza de que su partida fue una lección de vida: entender que decir adiós, también es crecer. Decía El Principito: “Cuando por las noches mires el cielo, al pensar que en una de aquellas estrellas estoy yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen”. Simple. Siempre estará, siempre será parte del aire.