Columnistas

Descansa en paz

27 de septiembre de 2018

A veces, miro a las personas de frente y me inquieta que nunca más volveré a verlas. No me pasa siempre, muchos transeúntes también me resultan indiferentes, como todo en la vida. No me imagino reteniendo todos los rostros del día: los cansados, los tristes, los que pareciera fueran por ahí en la vida con un dolor profundo en el corazón y los que la alegría se les nota en la picardía de los ojos. Pero a veces uno se percata de la gente, mira la forma de sus orejas, los labios con un poquito de saliva seca, los dientes de tantos tamaños y ausencias, los lunares de la frente. A veces también uno escucha las palabras y uno completa la historia más asombrosa; lo interesante de todo esto, es que la mayoría de gente que uno encuentra a diario jamás volverá a ser vista.

Y supongo que eso está bien, uno no puede pretender conocer o preocuparse por todos los que ve, ni siquiera todos aquellos que uno saluda en el día a día. Ni siquiera aquellos que antes de mediar palabra primero te dan una tarjeta con sus datos como si a uno de entrada le interesara continuar un diálogo que aún no empieza. Para mí, primero las palabras, luego busco una forma de darle perpetuidad al instante. Pero una tarjeta antes de mediar palabra... qué cosa tan fría, pero hoy no hablaré de ese simpático relacionamiento.

“No es tan solo la muerte, es siempre la muerte de alguien”, dice Serge Leclaire, citado por Francisco Goldman en ese libro bellísimo sobre el amor y la muerte que se llama “Di su nombre”, y que esta semana he vuelto a leer porque la muerte me pasó zumbando por ahí, anunciando sutilmente su presencia. Nadie cercano, no diré por fortuna, porque la muerte de alguien lejano también te puede tocar intensamente. Uno de ellos apenas lo conocí en una entrevista de trabajo, pero ya era alguien que se había cruzado en mi vida, ¿cómo no pensar en que si alguien se cruza en tu vida es por algo?; la otra me marcó un poco más, una muy querida estudiante. Era tan buena, sonreía tanto, era joven, muy joven, uno pocas veces imagina que alguien conocido pueda pasar con gran rapidez del territorio de los sanos al de los enfermos. No es solo la muerte, es la muerte de alguien, alguien a quien viste hablar y te dejó algo, la imagen que ya no puedes borrar apenas escuchas: ¿supiste lo que le pasó a Ana María? Y uno recuerda a Ana María ahí sentada en el salón de clase escuchándote.

Creo que a diario deberíamos despedirnos de las personas que vemos, sutilmente, con un abrazo fuerte o una palabra amorosa, uno no sabe si después del último encuentro uno tenga que decir mordiéndose los labios: descansa en paz