Después de la tempestad
Después de muchas promesas, ilusiones, maquinaciones, comercio de votos, testaferratos y artilugios de magia, pasó la borrasca de la contienda electoral. Para bien o para mal, elegimos a quienes, a partir de enero próximo, regirán el destino de nuestras comunidades desde los concejos, las asambleas, las JAL, las alcaldías y las gobernaciones. Con la omisión o el sufragio todos somos responsables de los gobernantes elegidos. Las comunidades, según el nivel de su formación ciudadana, tendrán entonces los líderes que se merecen. Llegamos hasta elegir a un prófugo de la justicia, por quien el Estado ofrecía una fortuna por la colaboración en su captura. Peras no se le pueden pedir al olmo.
Entre tantos nubarrones, en varias ciudades del país hubo señal de nuevos modos para hacer la política con candidatos independientes, sin alianzas con los partidos tradicionales, y que fueron elegidos con el voto de opinión. El ejemplo más claro lo tuvo Medellín, donde las encuestas y los medios daban como seguro ganador para la Alcaldía a un candidato con amplio respaldo político y económico. El triunfo de Federico Gutiérrez es excelente indicio de que hay otras formas de entender la política en la ciudad, y se hizo sentir el peso del ciudadano raso, vaticinando un adiós a los partidos radicales y a los caudillos.
Lejos de la arrogancia y los afanes revanchistas, pero con solvencia para ganar por sí solo la confianza de los electores, llegó también la lección de la capacidad para romper estructuras partidistas, unir fuerzas, recoger con la gente las mejores iniciativas, reconocer y dar continuidad a proyectos exitosos de sus antecesores y, sobre todo, para responder a las necesidades de los ciudadanos, y no de los partidos. La experiencia de Medellín es además una demostración de que son los jóvenes los que vienen creciendo en protagonismo por la ciudad. El respaldo al Movimiento Creemos fue, básicamente, de juventudes. Es lo que debe darse en los liderazgos del país: un relevo generacional.
Con el indiscutible legado de los modos iniciados por Sergio Fajardo, trece años atrás, se afianza un camino que es preciso respaldar: el de la nueva cultura política. En la actual coyuntura es urgente darle importancia al papel que puedan desempeñar, no solo las entidades oficiales de control, sino también las veedurías ciudadanas, para vigilar la pertinencia de los proyectos presentados en campaña, la transparencia en los procesos de contratación y garantizar que los elegidos no signifiquen un trasteo de privilegios, que quienes han tenido conductas indebidas con los recursos públicos no la tengan fácil, ni se active el enroque: yo te elijo, luego me pagas.
La meta para un trabajo de largo aliento es llegar a fortalecer el voto de opinión. Complejo, pero tiene que ser la mira a donde pretendemos llegar: que el voto nacional sea una conducta inteligente, y no un ritual ciego, obediente y amarrado a viejas prácticas. Entonces, los políticos tendrían que hacerse valer por su capacidad para responder a los intereses de las comunidades, y no por su sagacidad para manipular caudales electorales.
No podemos esperar otra ola electoral para hacer una pedagogía improvisada sobre la importancia de las veedurías ciudadanas y el significado del voto inteligente. Aunque nos tome una generación más, urge empezar a formar la nueva era política. Cuanto más tardemos, más bajo descenderemos. Hoy la gestión pública es una profesión vista con fastidio por muchos de nuestros jóvenes. Fatal que no vean atractivo el ejercicio de la genuina política, pero angustioso que les seduzca el modelo que hoy perciben.