Columnistas

Desvarío sobre la vejez

11 de agosto de 2016

En mi despertar a la vida me encuentro en la fértil huerta de mi casa en Versalles. Me acompaña un espantapájaros de trapo. Ahora que estoy viejo y que me dedico a ennietecer, desde su eternidad de paja, otro espantapájaros, reencarnación del primero, sonríe en su rincón viéndome garrapatear estas líneas. Nos damos los buenos días y no “mancamos” el besito de las buenas noches.

Agosto es el mes dedicado a los viejos. Disculpas por robarle protagonismo a este mes con piel de viento, y a sus carnales las cometas que son como botellas arrojadas al mar del infinito.

En buena hora, el alcalde Fico Gutiérrez inauguró en El Raizal, Manrique, el primero de 25 centros gerontológicos. Gracias mil en nombre del gremio de los que “hemos empezado a desaparecer”. Me propongo “aplicar” para alguno de dichos centros. Por si las moscas, ya tienen mi prontuario de vida con arrugas y pategallinas incluidas, el padre Gilberto Jaramillo y el hermano Elkin, mandamases del asilo de la Catedral, Envigado arriba.

“Gerontocomio” prefiere llamar a estos parches el ginecólogo Alberto Betancourt, quien a los 90 años y monedas disfruta de su vejez aprendiendo con curiosidad de niño... y leyendo a su amado Virgilio. En latín, no en prosaico español. Y cuando se encuentra con su amiga Elisabeth Weber, hecha en Nuremberg, Alemania, hablan en esa lengua “muerta” ... de la risa.

Algún cerebro no fugado asumió que decirnos viejos era un despropósito. Todo lo contrario: viejo es una palabra certera, tiene su música. Es una voz que se parece a lo que describe.

Desde que nos doraron la píldora ascendimos a adultos mayores, ancianos, cuchos, abuelos, miembros de la tercera edad.

Uno que quería sacarla del estadio nos llamó los de la “extraedad”. Juro por mis cuatro nietos que escuché la expresión en jurisdicción del municipio de Jardín.

Una de mis nietas, Sofía Mo, de cuatro años, le ha pedido a su mamá que no envejezca. Como su progenitora quedó lela, como los búhos de León de Greiff, la pequeña le encimó la explicación: “Ser viejo no es inteligente”.

De pronto lo dice porque cuando me pide que le lea cuentos para dormirse, el primero que empieza a echar zetas soy yo. “Abu, no te duermes”. De un tiempo para acá me mira con curiosidad de paleontóloga. Soy un bicho raro en su pequeño mundo en el que manda Peppa Pig.

No entraré en polémicas con esta beldad de a puño. Prefiero agradecerle que haya empezado a ayudarme a ganar los garbanzos con sus apuntes. Ya le contaré que comencé a sentirme viejo cuando empezaron a cederme el puesto en el bus.

Diría que el envejecimiento, como el trabajo, “no lo hizo Dios como castigo”. Simplemente, quería demostrar que tiene la sartén por el mango. He disfrutado este ocaso. Lo juro por mis espantapájaros