DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES
Un buen día para valorar y agradecer a Dios el haber nacido en un país de fe y de una familia cristiana, don del que no disfrutan millones de seres humanos en el mundo.
Un día muy adecuado para recordar que por nuestro bautismo estamos comprometidos a ser testigos de Cristo hasta en los últimos rincones de la tierra, sin olvidar, por supuesto, los “rincones” de nuestro propio hogar, de nuestra escuela o universidad, de nuestro lugar de trabajo o de vida social.
Un día muy propio –aunque ojalá no sea el único– para orar por todos esos hombres y mujeres admirables que han dejado patria, familia, idioma y relativas comodidades para ir a predicar a Cristo en lugares remotos, y que tanto necesitan la ayuda de Dios para soportar penurias, desalientos, soledades y hasta persecuciones.
Un día para revaluar, dándole valor misionero a nuestra devaluada moneda y hacerla mensajera de nuestra solidaridad humana y cristiana.
Un día muy especial para pedir a Dios en serio que haya vocaciones misioneras de muchachos y muchachas que se dediquen a anunciar el Evangelio a todas las naciones, comenzando por nuestra ciudad.
Un día para reflexionar sinceramente si no estamos quizá desalentando como padres, los deseos de alguno de los hijos que quieran ser sacerdotes o religiosas. Un día para atender el llamado del Señor al trabajo misionero ingresando a una pequeña comunidad parroquial o misionera que tenga como finalidad el anuncio del evangelio.
Un día para cooperar en un trabajo misionero como catequista, ministro de la palabra o servidor de la Iglesia.
Un día para leer y meditar el mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de las Misiones 2018: “Junto a los jóvenes, llevemos el Evangelio a todos”.
Un día, además, para que la doctrina de la Iglesia nos ilumine leyendo el capítulo I del decreto conciliar Ad Gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia. Hoy es una ocasión muy apta para meditar en la naturaleza de la Iglesia y en el sentido de los derechos y deberes de nuestra pertenencia a ella: Cristo es misionero, el primero y fundamental; la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera; cada cristiano debe ser misionero.
“Nace así la Iglesia...bajo el soplo potente del Espíritu Santo, que impulsa a los Apóstoles a salir del cenáculo y a comenzar su misión. Se dirigen a los hombres y se ponen en camino para hacer discípulos de todas naciones”. (San Juan Pablo II).