Columnistas

EL ÁNGEL DE LA MORGUE

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08 de noviembre de 2014

Hace poco compartía impresiones sobre el proceso de negociación en Cuba con estudiantes de un colegio de Envigado. Más que entrar en los laberintos que deben recorrer Gobierno y Farc, para lograr que termine el conflicto armado, me empeñé en buscar que ellas se pusieran en los zapatos de los seis millones de víctimas directas que lo han sufrido durante más de 50 años.

Quise que trataran de solidarizarse frente al dolor de otros colombianos que cada día, en los campos y pueblos periféricos, deben levantarse a esquivar las balas, las amenazas, las violaciones, los saqueos, las desapariciones y los reclutamientos forzados de los grupos armados.

A no ser por la excepción de los barrios más golpeados por la violencia urbana, ocurre que casi todos en la ciudad se administran dosis continuas de una anestesia que se consigue sin fórmula médica: la indiferencia.

Aquí hay quienes se llenan la boca exigiendo plomo. Pero son incapaces de poner a sus hijos a prestar servicio militar. O quieren un ejército más aplastante, pero reniegan de los impuestos de guerra. O señalan a los campesinos de ser cómplices de los terroristas. Ya quisiera verles la cara si la puerta de su apartamento la toca un fusil o la tumba una bota. Y si de afuera gritan: “¡cinco minutos para que desocupen todos, hijueputas!”.

Ahora quiero compartirles este relato, una viñeta triste que viaja en el libro de mi memoria desde diciembre de 1998, cuando la realidad me la dibujó, mientras hacía de reportero en Tierralta, Córdoba, donde las Farc atacaron el campamento central de Carlos Castaño, en el Cerro Tolová. Fue justo el Día de los Santos Inocentes y no lo recalco por el jefe de los paramilitares, lo advierto por los civiles del caserío El Diamante que cayeron en medio del fuego cruzado.

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De siete años, vestida de colores, aquella niña está en el piso, bocarriba, en un rincón de la morgue. Aunque morada, parece estar viva.

Hombres sudorosos apiñan cadáveres de combatientes. Huele a formol y a sangre seca. Atravesada por una bala, la niña se extravía entre la montonera de muertos.

Su intestino, arrastrado al exterior por el proyectil, se estira al ser removida. Deja un hilillo de baba visceral que evapora este calor desesperante en la tarde de Tierralta.

Los disparos guerrilleros contra los paramilitares atravesaron un rancho y también la humanidad de la pequeña. Acaricio suavemente su cabello, para no interrumpir aquel sueño: el de un ángel marchitado por el fuego de la guerra.

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Y así, por cientos, aumentan las víctimas cada año.