Columnistas

El aniversario de la Constitución

21 de febrero de 2021

La ley de leyes es la carta de navegación donde se indica la hoja de ruta de cualquier organización social. Por eso, es un verdadero documento fundante del Estado mediante el cual se busca no solo promover la organización de las diversas comunidades humanas, para que sus integrantes puedan ejercer sus derechos y cumplir sus obligaciones sino, además, para que sea viable ordenar el funcionamiento de los diversos poderes.

Por tal razón, en ese trascendental acuerdo político se consignan los antecedentes y las razones por las cuales el constituyente primario la expide (el preámbulo), asimismo un enunciado de los valores, principios básicos, derechos y garantías constitucionales (la parte dogmática); de igual manera, la estructura de una Carta Magna debe señalar cuál es el diseño de organización social que ella abandera, esto es, el modelo jurídico del Estado, la forma y la organización del gobierno y los tres poderes públicos: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial (la parte orgánica). Pero también, ella precisa cuáles son los órganos, métodos y quorums para modificarla (el procedimiento de reforma); así mismo, es usual que la estructura de este tipo de ordenamientos se cierre con un acápite destinado a señalar las normas que tienen un plazo preestablecido para su vigencia y que, por ende, comprenden una regulación llamada a asegurar el tránsito hacia la nueva normativa (las disposiciones transitorias).

Desde luego, cuando se observa el texto de la Constitución vigente –cuyos treinta años de puesta en vigencia se cumplirán el próximo cuatro de julio–, no cabe duda en el sentido de que su ordenamiento se corresponde con esas cinco partes que –incluso– se han conservado a pesar de los diversos intentos de asalto institucional sufridos por ella durante estos años. El más doloroso, desde luego, fue el golpe de mano propiciado por Juan Manuel Santos Calderón quien (muy al estilo de los partidarios de Trump en su funesta toma del Capitolio) hizo ratificar de forma arbitraria –en media hora–, por un Congreso sumiso, un “acuerdo” con un grupo criminal que el electorado, por mayoría, había negado en las urnas; ese hecho, por supuesto, dejó herida de muerte la Carta originaria y contó con la bendición claudicante de la Corte Constitucional.

Pero no solo el Ejecutivo ha afrentado esa normativa sino que también lo han hecho el Legislativo mediante la introducción de reformas que la han sacado de su eje (la cadena perpetua para violadores, es el ejemplo más reciente) y, por supuesto, la Rama Judicial que –en contravía del texto y del querer de los constituyentes– la han despedazado con el argumento de que el modelo de Estado asumido es el Constitucional (no uno social y democrático de derecho) y que, en ese contexto, las decisiones proferidas por los jueces son fuente formal del derecho al punto de que también se tornan en legisladores. Así las cosas, la Constitución no es lo que ella dice sino lo que los jueces quieren que diga y pareciera, pues, que se debe recordar de nuevo a Ferdinand Lasalle, en su famosa conferencia de abril de 1862 en Berlín, cuando dijo que –en esencia– la Constitución es “la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país”.

En cualquier caso, pues, celebrar ese importante aniversario –así el Estatuto vigente también sea fruto de otro golpe de mano, jalonado por el movimiento de la Séptima Papeleta– es importante, porque se trata de un llamado a afianzar la institucionalidad y a jalonar las transformaciones, en una sociedad plagada de injusticias, violencia e inequidades. En fin, está claro que no basta con una Constitución Política muy sólida en lo formal –incluso en el plano estético– si ella no propicia cambios que sacudan todo el entramado institucional; es más, un texto que no esté concebido para garantizar la paz solo sirve para adelantar discusiones académicas insulsas pero no para transformar la realidad