Columnistas

EL ANUNCIO DEL SENTIDO DEL FALLO

23 de abril de 2018

Desde que el artículo 447 de la Ley 906 de 2004 (al recordar un instituto parecido, propio de la época del jurado de conciencia) introdujo el anuncio del sentido del fallo como momento culminante del juicio oral, al que sigue un término prudencial para la emisión de la sentencia, muchos cambios ha vivido el derecho procesal penal patrio y, por supuesto, también incontables afectaciones han sufrido las garantías cuando a las personas se les captura solo con el anuncio de condena y sin permitirles conocer el contenido de la providencia.

No obstante, en otros ámbitos se han producido mutaciones de la figura como ocurrió cuando la Corte Constitucional, escudada en la potestad que le permite darse su propio reglamento interno, introdujo esa figura en tratándose de sus fallos con la expedición del Acuerdo 02 de 2015, que tiene evidentes precedentes que se remontan a algún pronunciamiento suyo del año 2003. En efecto, según el artículo 36, una vez adoptada la decisión por parte de la sala plena, su presidente debe proceder a “comunicar a la opinión pública el sentido del fallo, a más tardar al día siguiente en que fue proferido”; y, además, debe señalar “el sentido del voto de los magistrados disidentes y de quienes lo aclaren, sin perjuicio de que acompañen en el mismo término las razones que justifiquen su posición”. También, dispuso que las providencias se deben firmar “en un término máximo de quince días”, contado desde cuando se le dé a conocer a la opinión el comunicado, lapso que se puede duplicar si hubiese “cambios sustanciales al proyecto original”.

Con ello, y so pretexto de aligerar las muy pesadas cargas laborales de los despachos, se abrió la puerta de los sustos y entró en escena una especie de frankestein jurídico que llena de sobresaltos al conglomerado social el cual ve, pávido, como por ese portón se cuelan otros timoratos artilugios: el anuncio del sentido del fallo ya no es solo un pretexto para “recoger” las firmas de los magistrados (¡pareciera que estampar una rúbrica en un documento fuese un rito solemne, propio de quien asciende a las constelaciones!), sino que sirve para redactar las sentencias las cuales se acomodan a las reacciones suscitadas en la opinión pública.

Incluso, el término fijado por ese mismo organismo ya no se cumple y pasan meses y meses (obsérvese lo que pasa, de forma muy preocupante, con algunas sentencias ligadas al llamado proceso de paz y a la justicia transicional) sin que nadie conozca el texto de las mismas, como si ese comportamiento no debiera ser sancionado porque es causal de mala conducta en los términos del artículo 242 de la Constitución y de la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia. Y como las malas prácticas pululan, como si se tratase de una visita al infierno de Dante, ya los togados también se reservan el derecho a aclarar o a salvar el voto en atención al contenido que finalmente tenga la sentencia; con ello, entonces, este mecanismo permite cambiar el sentido de lo debatido y acordado en sala con base en prestidigitaciones.

Desde luego, con elementales rudimentos de la teoría del proceso se percibe que esos procedimientos vulneran el debido proceso constitucional y legal que, recuérdese, también obliga a quienes velan por “la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución” (artículo 241); no es posible, pues, que en un verdadero Estado social y democrático de Derecho, los supremos jueces introduzcan este tipo de actuaciones escudados en antojadizas interpretaciones de las normativas vigentes, con tan lamentable saldo para la seguridad jurídica.

En fin, por el bien del país esas prácticas ilegítimas deben cesar a la mayor brevedad para que, por lo menos en ese importante escenario, retorne la institucionalidad y se dé ejemplo del acatamiento al orden jurídico que está instituido –justo es decirlo– para asegurar la paz y la convivencia comunitaria.