EL ARTE DE HACER COLUMNAS
Mucho se habla y escribe en televisión, radio, tabloides, libros, revistas y redes sociales por parte de quienes emiten sus sentires y hacen la crítica de los acontecimientos de la vida cotidiana; desde luego, sembrar opinión y defender las posturas asumidas ante el colectivo social −sobre todo en el mundo propio de la sociedad de la información en la cual nos encontramos inmersos, que nos ha hecho prisioneros del mundo virtual y, añádase, en un país como Colombia−, es una tarea exigente, difícil, comprometida y arriesgada.
La nota general de esta sociedad que, con acierto, Zygmunt Bauman llamó líquida, es la volatilidad y la fragilidad de todo, empezando por las organizaciones sociales y culminando con las relaciones personales; por eso, lo que hoy tenemos en nuestras manos mañana no existe y se derrite como un témpano de hielo. Esa es la razón por la cual quienes practican el oficio de opinar −tal vez sería hablar de un arte − enfrentan ese mundo cambiante, en constante evolución, y, para pervivir, deben reinventarse cada día.
La labor del articulista es comprometedora y esclavizante porque siempre debe cumplir unos plazos y han de respetarse unas reglas precisas; además, en su labor debe hacer de adivino, pues para sus lectores él –así solo se ocupe del pasado y el presente– tiene dones sobrenaturales que le permiten pronosticar el futuro. Su labor es tan delicada que, con un escrito afortunado, puede ascender a los cielos como un dios y hasta tornarse vanidoso, pero con otro –que resulte aciago– corre el riesgo de terminar en los calabozos más oscuros donde está condenado a aprender lecciones de humildad. Por eso, dice el británico Paul Johnson −en su esclarecedor texto “El arte de escribir columnas− que “la vanidad es el pecado capital del columnista”.
El ensayista sabe, además, que debe respetar los hechos y ajustar sus reflexiones a los mismos; quien se dedica a hacer especulaciones y a fabular sin sentido pronto sale del escenario, porque falta a algo sagrado en este oficio: la verdad. Por supuesto, el hombre que tiene como labor hacer una invectiva cotidiana del mundo en el cual vive, se debe prevalecer de inteligencia y conocimiento, pero también ha de saber manejar una buena dosis de sarcasmo o ironía –sin excederse– para no ser víctima de su propio invento y resultar denostado por sus propios lectores.
El buen columnista ha de ser ágil, rápido, oportuno y debe manejar un lenguaje al alcance de todos; ha de ser claro y preciso cuando emite sus juicios. Así lo han sido siempre los padres de este trabajo que se remonta a dos figuras cimeras del pensamiento humano del siglo XVI, como Michel de Montaigne y Francis Bacon, aunque algunos ven predecesores suyos ya en Roma. Incluso, el periodista debe tener olfato para la noticia porque como dice Johnson “la mejor columna es la que responde a la novedad, la vincula con el pasado, la proyecta al futuro y expone el tema con ingenio, sabiduría y elegancia”.
Otra nota que debe preservar quien opina en los medios es su autonomía; él debe estar dispuesto siempre a emitir sus juicios con la más absoluta independencia, sin rendirle cuentas a nadie o pedir permiso para expresar sus ideas con libertad. ¡Ay de aquel que escribe hipotecado o al servicio de los poderes de turno! Tampoco el columnista puede ser un profesional que se dedique a fustigar a los adversarios, incitar a la violencia o al odio; ese tipo de personajes enfermizos no puede ser tolerado porque solo persigue sembrar la discordia, ahondar el dolor y agrandar el sufrimiento.
Responsabilidad inmensa, pues, la de quienes ejercen esta labor porque su obligación es orientar al conglomerado de forma objetiva, crítica y constructiva. En sus manos, si lo hacen con rectitud, disciplina y entrega, están muchas transformaciones sociales máxime si se piensa en momentos difíciles como los actuales.