Columnistas

EL COSTO DE LA DEMOCRACIA DIRECTA

14 de septiembre de 2018

La Constitución Política de 1991 (Art. 103) consagra las diferentes formas de expresión de la denominada democracia participativa o directa: El voto, el referendo, el plebiscito, la consulta, la iniciativa popular, la revocatoria del mandato y el cabildo abierto. Distintas disposiciones legales han desarrollado estas instituciones constitucionales.

También la Carta incluyó de manera especial el concepto de autonomía, concebido como un instrumento para permitir a distintas instancias del Estado, tomar decisiones de manera independiente, sin sujeción alguna a la voluntad de los órganos centrales superiores de la administración. El Texto habla de autonomía en los órganos de control, Procuraduría y Contraloría, en los órganos administrativos superiores de la justicia, Consejo Superior de la Judicatura y en lo pertinente a la Fiscalía General de la Nación, incluso se refiere a la autonomía de las entidades descentralizadas territorialmente, identificándola como el derecho de los entes territoriales a elegir sus autoridades, manejar sus recursos, ejercer sus propias competencias y participar en las rentas nacionales.

Sin embargo, ni la extensa regulación de mecanismos de participación ciudadana, ni la implementación más o menos generalizada del concepto de autonomía, constituyen garantía de una verdadera intervención ciudadana en los asuntos que le concierne. En primer término, porque la falta de cultura cívica y política, hacen que no exista una verdadera vocación de participación comunitaria. En segundo lugar, porque el carácter heterogéneo y desarticulado de nuestra sociedad, lleva a que finalmente los sistemas de participación se diluyan en intereses individuales, polarizados y contradictorios. Además, como si no bastara con lo expuesto, hay un tercer aspecto que preocupa a quienes promueven los sistemas de participación: La relación costo beneficio, en términos colectivos, del ejercicio de la democracia directa.

Según cifras proporcionadas por algunos medios de comunicación: 350.000 millones de pesos costó el plebiscito sobre los acuerdos de paz, 380.000 millones la consulta anticorrupción, 40.000 millones la consulta liberal para escoger candidato a la Presidencia, más de 35.000 millones las consultas interpartidistas. A lo anterior, hay que sumar el valor de los distintos procesos de revocatoria del mandato a gobernadores y alcaldes, el último, con resultados negativos, adelantado contra la alcaldesa de la Calera, así como las consultas adelantadas con comunidades representativas de minorías étnicas, para la ejecución de proyectos mineros y ambientales de distinta índole.

Lo lamentable es que, no obstante las escandalosas sumas de dinero invertidas en el ejercicio de los distintos mecanismos de participación ciudadana, el resultado de los mismos ha sido absolutamente inútil. En los últimos años ningún procedimiento ha tenido un resultado favorable, entre otras cosas, porque en sistemas modernos de administración pública, el desarrollo de las comunidades no depende de sus posibilidades de participación, sino de la forma como a través del voto se escogen dirigentes competentes para planificar programas de desarrollo e inversión y aplicar políticas de inclusión social.

Es a través de la planeación participativa como se puede desarrollar el concepto moderno de democracia participativa (artículos 339 y siguientes de la Constitución Política).