Columnistas

EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA

25 de julio de 2021

Este 20 de julio ha sido el día de la independencia más raro que me ha tocado vivir en mi vida. No hubo desfiles militares. El Ejército estaba en acuartelamiento de primer grado. En Bogotá, la estatua de nuestro libertador estuvo sola todo el día, en la principal plaza de Colombia porque el gobierno prohibió todos los desfiles —incluidos los pacíficos—, en ese lugar.

Las calles del centro también estuvieron casi vacías. No se veía un policía, ni siquiera los del tristemente famoso Esmad, el escuadrón antidisturbios encargado de controlar las marchas de protesta.

Mientras tanto, en el Capitolio Nacional, los senadores y representantes se reunían —como cada 20 de julio— para nombrar las nuevas mesas directivas del Senado y la Cámara de representantes. El Gobierno, por primera vez en muchos años, vetó la entrada de los periodistas al Capitolio.

El escritor Julio César Lodoño, en una columna de El Espectador, describe lo que sucedió puertas adentro como un sainete que puede resumirse en esta frase que encontró en las redes: “Un presidente que tiene el 78 % de desaprobación fue ovacionado por un Congreso que tiene el 85 % de desaprobación”.

Mi desconcierto no acabó ese día. El 21 de julio leí en El Tiempo y El Espectador las noticias sobre los resultados de las votaciones para nombrar los presidentes del Senado y la Cámara. Fueron elegidos, para el Senado, Juan Diego Gómez, conservador de Antioquia, y para la Cámara, Jennifer Arias, del Centro Democrático, del Meta.

Según El Tiempo, en 2012 el padre del presidente del Senado fue condenado por la Corte Suprema de Justicia a ocho años de prisión por fraude procesal, falso testimonio y obtención de documento público falso por haberse apropiado ilegalmente de un predio de 33.000 metros en Bello, Antioquia. El padre murió en 2013.

Según El Espectador, la familia de la presidenta de la Cámara también ha tenido líos judiciales. Su hermano Andrés fue apresado por la DEA y aceptó cargos por tráfico de drogas en 2008 en una corte del Distrito Sur de Florida, Estados Unidos. Su padre también fue condenado a 40 meses de prisión por asesinar con arma de fuego a un hombre en Villavicencio, en 1993. Él aceptó el crimen y pagó la condena. Ahora es contratista del gobierno en el Meta.

Ese mismo día me llegó por correo una fotografía en la que aparece un lánguido desfile de seguidores del Centro Democrático recorriendo la Avenida Oriental. La foto tenía una leyenda: “Los buenos son menos: estos querían proclamar a Uribe como un segundo libertador en Medellín... Una imagen vale más que mil palabras”. Había pocas banderas y los manifestantes llevaban camisetas blancas, como las que usaron en Cali las llamadas “gentes de bien” que les “echaron bala”—esas son las expresiones de sus dirigentes— a los indígenas del Cauca, en Cali.

Yo me pregunté: ¡Quién entiende a Colombia! ¿Por qué los seguidores del expresidente Uribe no le hicieron caso a las recomendaciones del presidente Duque y su ministro de salud, advirtiendo que no debíamos participar en marchas como las programadas para el 20 de julio para no aumentar más los contagios de covid-19?

Viendo este pandemónium, pensé en las palabras del periodista Arturo Guerrero: ¡ya no quedan instituciones! “Aquellas que se llamaban “instituciones” ya no instituyen a nadie. Quedan las cáscaras y debajo de ellas los últimos lucrados de puestos, licitaciones, influencias”.

Por la noche, un amigo colombiano que vive en París me envió este mensaje: “En Colombia no hay únicamente extrema derecha paramilitar o narcotraficante, ni extrema izquierda castro-chavista; lo que hay es extrema pobreza, extrema ignorancia, extrema corrupción, extrema crueldad y extrema indiferencia”. Casi no puedo dormir