Columnistas

El Estado y la guerra

05 de febrero de 2018

Reflexionando sobre la conformación de los Estados en Europa, Charles Tilly (1985) sostuvo que “los Estados hacen la guerra y la guerra hizo a los Estados”. El refrán es útil para enfatizar un elemento de nuestra historia que suele desconocerse: el Estado colombiano se ha hecho en función de distintas guerras.

Superado el conflicto con las Farc-ep, un componente de la naturaleza belicista del Estado colombiano debió haberse extinguido; sin embargo, no fue así. La consolidación del Estado no fue posible en función de un acuerdo negociado. El proyecto político colombiano continúa constreñido por intereses privados, tanto legales como ilegales, que limitan el margen de maniobra del Estado y claman guerra.

La mayoría de las campañas políticas actuales no tapan su predilección por el modelo belicista de construcción del Estado. Las metas de sus programas, sin ninguna timidez, están formuladas en términos de guerra: la consolidación del Estado de derecho se propone como resultado de la expansión del aparato coercitivo y la mano dura contra el crimen.

Además de la guerra contrainsurgente que perdura, arrecia una nueva guerra en contra de un grupo heterogéneo de actores armados dedicados a la expoliación y al control de las rentas (legales e ilegales) en el territorio nacional.

En Making Peace in Drug Wars (2017), Benjamin Lessing analiza una preocupante tendencia de los estados latinoamericanos: la implantación del conflicto militarizado en contra de distintas y muy diversas manifestaciones del crimen organizado.

La guerra entre el Estado y esos grupos (mal diferenciados) “(p)uede iniciar como una respuesta inesperada a una serie de medidas enérgicas orientadas a restaurar la autoridad estatal, y su persistencia puede tornarse en una burla de las ambiciones de construcción del Estado que originalmente formularon los líderes (políticos)” (p. 276).

Con base en el examen de tres estudios de caso, Colombia (1983-1993), Rio de Janeiro (1981-) y México (2003-), Lessing resalta los efectos devastadores que este tipo de conflicto puede tener sobre el Estado.

Primero, después de más de un siglo de prohibición y represión, el narcotráfico no ha disminuido; por el contrario, se ha estabilizado y ha dado lugar a una poderosa economía ilícita. En la medida en que el conflicto se dilata, los Estados quedan comprometidos con metas que son inalcanzables, como la erradicación del narcotráfico o de los cultivos ilícitos, mientras que el narco y otros mercados ilegales prosperan, y aumentan las oportunidades de corrupción en el Estado (p. 279-280).

Segundo, este tipo de conflicto ha demostrado la proclividad del Estado a tolerar y cooperar con grupos armados ilegales para atacar a los enemigos declarados, obviamente generando un grave daño al Estado.

Tercero, este tipo de conflicto fortalece de manera desproporcionada al sector seguridad dentro del Estado, produciendo un desbalance entre los fines del Estado (p. 281) y creando las condiciones para la implantación de regímenes de seguridad basados en la extorsión.

Hay un corolario obvio a la máxima sobre la relación entre la construcción del Estado y las guerras: las guerras también pueden destruir a los Estados, alterando valores cardinales y engendrando destrucción y muerte. Este riesgo es cierto en Colombia.

Después de la firma de la paz, estamos sumidos en una nueva guerra: un conflicto militarizado en contra de un enemigo heterogéneo y difuso. Cualquier político que no siga esta pista será descalificado como suave contra el crimen; por lo tanto: arreciará la guerra.