EL EVANGELIO SEGÚN TRUMP
No es ningún secreto que el ruinoso ascenso de Donald Trump en las primarias presidenciales republicanas ha sido impulsado, en gran parte, por una vacía agenda de división religiosa e infusión de miedo.
Pero aunque sus provocaciones antimusulmanas justamente han atraído la mayor cantidad de indignación pública, Trump viene utilizando su púlpito de matoneo a lo largo de la temporada electoral para atacar a minorías religiosas de toda índole. Él utiliza esta táctica en la campaña electoral cuando conviene a sus metas políticas, y sus pullas religiosas y mensajes en clave con frecuencia son tan retros que parecen dichos por un Archie Bunker multimillonario.
En el Evangelio según Trump solo hay una fe americana normal, la Cristiandad Protestante principal. Presbiterianos, metodistas, bautistas, aquellos creyentes que en una época conformaron la corriente principal religiosa de este país, son los ‘elegidos’. Él considera sus costumbres y valores esencialmente tan americanos como el pie de manzana, mientras que las otras comunidades religiosas, otras formas de cristianismo, parecen estar ubicadas en algún lugar del espectro entre exóticas y siniestras.
Tome por ejemplo el extraño discurso del mes pasado ante la Coalición Republicana Judía, durante el cual inexplicablemente volvía a los mismos tropos gastados que los antisemitas vienen utilizando durante un siglo. “Soy un negociador, como ustedes”, proclamó al público. Más tarde, buscó señalar un desafiante distanciamiento del establecimiento republicano informándoles que “ustedes no me van a apoyar porque yo no quiero su dinero”.
Mientras le hablaba a una multitud de apoyantes en la Florida en octubre, Trump insinuó públicamente que podría haber algo vil en la fe adventista del séptimo día de Ben Carson. “Yo soy presbiteriano”, dijo Trump. “Eso es común y corriente, señores, seamos justos. Adventista del séptimo día, no sé. Simplemente no sé”.
Recientemente, trató de quitarle validez al ascenso de Ted Cruz en las encuestas de Iowa usando los antecedentes cubanos del senador para exotizar su fe cristiana. “Me agrada Ted Cruz”, dijo en un rally en Des Moines, “pero no muchos evangélicos salen de Cuba”.
La meta demográfica de Trump no es la población más devota de América, sino la más ansiosa y agraviada, y lo que está vendiendo no es la salvación, sino una era obsoleta de abundantes empleos de fábrica, fondos de pensión robustos y suburbios seguros y monocromáticos salpicados de pequeñas iglesias blancas a las que todos los habitantes del pueblo asisten los domingos.
Al enfocar su potencia retórica en gran parte sobre las fes minoritarias que han crecido en tamaño e influencia en los E.U. a través de los últimos 60 años, desplazando el monopolio protestante, Trump está avivando una hostilidad tribal hacia aquellos que alaban de manera diferente. Es la misma fuerza visceral que avivó los juicios de las brujas de Salem e incendió los crucifijos al frente de las iglesias negras.
De modo alentador, las elecciones recientes han sugerido que hay espacio para mostrar la creciente diversidad religiosa de América en el ámbito presidencial. Pero incluso antes de ser candidato, Trump parecía escéptico en cuanto a que una nueva era de progreso ecuménico podría estarse filtrando en la política de los E.U. Cuando lo entrevisté en el 2014, alegó con vigor, a pesar de una gran cantidad de evidencia señalando lo contrario, que Mitt Romney perdió las elecciones del 2012 porque muchos votantes cristianos se sintieron desalentados por su extraña fe. Eventualmente, lo tuve que interrumpir.
“Yo soy mormón,” dije.
Alzó las cejas, “¿Sí lo es?”. Inmediatamente cambió de tono.
“Sabe,” dijo, “las personas no entienden la cosa mormona. Yo sí. Yo entiendo. ¡Son grandes personas!” Pero no todos eran tan iluminados como Trump. “Allá había un trasfondo religioso”, me dijo, luego añadió apresuradamente, “desafortunadamente”