Columnistas

EL MALTRATO A UN ACADÉMICO

12 de junio de 2017

Hace mucho rato que en Colombia para aspirar a detentar un alto cargo en la administración de justicia (y así sucede en todos los ámbitos), no es suficiente con tener pergaminos intelectuales y una hoja de vida transparente puesta al servicio del país; los ejemplos abundan, cuando se mira la forma como se proveen las diversas vacantes en las altas cortes. No obstante, la última elección llevada a cabo por el Senado para reemplazar a Luis Ernesto Vargas Silva quien desfiló sin pena ni gloria por la Corte Constitucional y, ahora, resulta premiado como integrante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sí muestra hasta dónde llega el vituperio que sufren los aspirantes juiciosos.

En efecto, de los candidatos postulados por la Corte Suprema de Justicia los tres con relativas buenas hojas de vida se destacaba, sin duda, Alejandro Ramelli Arteaga, no solo por su brillante trayectoria académica, sino por sus largos años de servicio a la justicia, su rectitud y su templanza, todo lo cual hacía de él la persona más idónea e imparcial para detentar tan importante investidura. En su caso, por supuesto, no gustó a los electores la propuesta según la cual la paz no se puede lograr a cualquier precio, luego de pasar por encima de la Constitución, y, la afirmación de que ella debe ser “bien hecha”; tampoco agradó que llegara al recinto de la elección sin padrino y confiado en que su vida honesta y su trayectoria limpia hablaban por él.

No fueron, entonces, razones académicas y éticas las que privaron a la hora de hacer la susodicha elección; bien es sabido que la candidata triunfadora fue impuesta por el autócrata presidente de la República a su bancada. Por ello, no es de extrañar que se haya producido ese cálido abrazo que la fundió, en cuerpo y alma, con el tunante de Benedetti; el mismo que amenazó al país entero al manifestar, el martes 29 de mayo, que si la Fajardo Rivera no era elegida llegaba a su final el llamado acuerdo de paz. Es más, por ella también hizo impúdica antesala, al pasearse de curul en curul, el felón exministro Cristo.

Se impuso, pues, la aspirante con menos pergaminos académicos y la más asociada a los escenarios políticos que, al contrariar los irrenunciables principios éticos, comprometió sus votos para que la llamada “implementación” de los acuerdos siga adelante. ¡Con tales respaldos y posturas ya se puede augurar cuál será su papel en la Corte Constitucional! De igual forma, Motta Navas, pese a su magnífica trayectoria académica, también fue derrotado y se vio envuelto en una campaña oscura en la que, todo lo indica así, participó un personaje melodramático, mentiroso y sombrío, como el subsecretario de esa Corporación Saúl Cruz quien, de paso, fingió una agresión por parte de un camarógrafo de un reconocido noticiero.

No triunfaron, pues, la “democracia”, la “paz”, el “juego limpio”, la “imparcialidad” y tantas cosas más, como dijeron los corifeos que se pasean cerca al trono y a la mermelada; la gran derrotada fue la academia, la vida pulcra de los aspirantes, su servicio a la Justicia y, por ende, la honestidad. Los resultados de la votación fueron aplastantes: mientras la elegida obtuvo 48 votos y el segundo postulado 43, Ramelli Arteaga solo contó con tres apoyos.

En fin, este episodio y otros que lo anteceden, muestra a las claras el reiterado agravio inferido a los eruditos de este país cuando, confiados en sus capacidades y en sus diamantinos y transparentes currículos, aspiran a ser elegidos en los más importantes cargos de la Justicia; a cambio solo obtienen el desdén. El mensaje es bien claro: Los estudiosos serios del Derecho, brillantes, independientes y honestos, saben que no deben aspirar a ser nombrados en ningún cargo en la rama judicial, porque solo concurren a legitimar un acto circense; si lo hacen serán derrotados y vilipendiados.