Columnistas

El Miedo

30 de abril de 2018

En la vida avanzamos cuando el amor funge de propela. Cuando el miedo se instala somos sus prisioneros y escapar de allí puede ser casi imposible. El terror, el pánico, la parálisis, la desesperanza, la renuncia a toda posibilidad de logro son fuerzas en extremo poderosas. Muerto de miedo te ahogas en el pantano en que se refleja la imagen que un abusador pinta de ti. Tu mismo funges de un cancerbero en la puerta de tu propio infierno. Nadie entra. Mucho menos sales tú.

Recuerdo perfectamente la noche en que el miedo se instaló. El lugar. Una serie de decisiones desafortunadas que fueron el meteorito del que hasta entonces era mi planeta. Es el problema de los optimistas a ultranza, de los románticos, que nos vamos a meter en batallas aunque sepamos que no vamos a pelear, sino a perder. No sé porqué dejé que pasara. Si fue lo inesperado. Lo absurdo. No sé. No tengo la respuesta, pero entre gritos e insultos perdí hasta mi nombre. Mi razón. De pronto no veía una bestia delante de mí, sino un espejo que sacaba a relucir mi peor momento. Mis defectos más profundos, aquello que más odiaba de mí y lo articulaba todo de una forma tan eficaz, tan certera, tan dominante, que no tuve alternativa a creerle.

De ahí en adelante empecé a vivir con la lógica del miedo. Mi único objetivo en la vida comenzó a ser no repetir ese momento. Esa noche. Ese tono de voz. Esa mirada. Porque el estallido por dentro fue tan funesto que yo pensé que de volver a vivirlo no me recuperaría. No me sentía apta para el combate directo. No tenía voz. Pero tampoco tenía palabras.

Craso error. Pues no sólo lo reviví, sino que a partir de esa noche empecé a dibujarme a la luz de medias verdades construidas con la silueta de mi debilidad. Pensé que tenía suerte de haber encontrado a quien quisiera lo peor de mí. Y de esa horrible versión construí la imagen de mí misma. Silente, marchita. Sin llegar a los veinte años de pronto me sentí agotada, aplastada, como si se me hubiera sentado un elefante encima. Como si me hubieran extraído la vida.

Durante años me vi al espejo así. Un despojo. Una no persona. Yo pensé que cada noche de asalto, que cada grito, que cada descalificación, eran una deuda pendiente. Pensé que de haber sido quien fui, que de mis transgresiones, de mis malos cálculos, de que haber escogido los puentes equivocados para cruzar o de no haberlos quemado a tiempo había quedado un saldo que yo tenía que pagar con la destrucción de mi propio ser. Yo era nada. Un estorbo, un lastre, un caso perdido, y a la vez un milagro. Yo tenía la suerte de recibir entre episodios de desprecio migajas de amor que llenaban mi vida de sentido. Y a eso lo llamaba relación, vida, perfección.

De cara al mundo yo era casi perfecta. Porque esa cruz se lleva bien adentro. Porque un moretón no lo tapa el maquillaje, pero un alma marchita, un espíritu quebrado se aprende a esconder con actuaciones dignas del Oscar. Aprendí a sonreír, a retirarme en el momento preciso antes de que de las lágrimas me ahogaran. Aprendí a vivir con el nudo en la garganta. Aprendí a sanar mis heridas en lo más profundo de mi almohada. Aprendí el silencio detrás de una muralla que subí grito a grito y que bordeando mi corazón aislaron una parte de mí.

Durante años el miedo tomó el control. Una tarde planchando una camisa me di cuenta que una parte de mí ya no tenía ganas de vivir. Que el agarre que tenía hacia la vida se estaba comenzando a soltar. He tenido que aprender el amor de nuevo, pero sobre todo a no pasar por el agujero negro que dejaron incrustado en mí esos años de acostumbrarme a no ser nadie. Hay días en que siento que tengo que movilizar un ejército para pararme de la cama. El abuso psicológico te rompe, nadie lo ve y sólo tú lo lloras, en tu escondite, apretando los dientes. Si tienes la suerte de salir pasas el resto de tu vida puliendo una espada, para una defensa que en verdad no sabes si serías capaz de dar en caso de volver a la batalla.