Columnistas

El miedo a los violadores

15 de octubre de 2018

El miedo al crimen y a los criminales es un poderoso recurso para movilizar a las personas. Nuestra experiencia y nuestro conocimiento sobre el crimen están teñidos por el miedo. No es muy claro qué conocemos sobre los fenómenos criminales; no obstante, creemos que lo sabemos todo. Además, si hay algo que nos une es el miedo al crimen.

Dice Teresa P. R. Caldeira en Ciudad de muros (2007) que “(e)l habla del crimen (...) es contagiosa”. Continúa recalcando que “el habla del crimen es también fragmentada y repetitiva. (... Y, a) pesar de las repeticiones las personas nunca se cansan. (...) Las repeticiones sirven para reforzar las sensaciones del peligro, inseguridad y perturbación de las personas”.

El “habla del crimen” nos une porque tiende lazos sociales en torno al repudio. Evoca una organización simple pero efectiva que contrapone civilización a barbarie. La reprobación de la barbarie se torna en el motor de un proceso moralista colectivo que aglutina a una sociedad, por lo demás, partida. En el combate contra el mal, no hay lugar a matices: ¿estás con ellos o con nosotros? Esa alianza prospera, teñida por la emoción y la exaltación.

El debate público degrada y las discusiones técnicas son sustituidas por recursos retóricos que tienden a la agitación. Un evento –la violación y la muerte de una niña– y un monstruo –el violador– son suficientes para convocar hasta a los más apáticos a demandar justos merecidos. La turba, escandalizada, pide castigo severo.

Los políticos ingresan a la escena, ignorando o derruyendo todo conocimiento racional sobre el control del delito. Prometen justicia expresiva para calmar los ánimos. Ante tanta consternación, el delirio punitivo trae réditos, para quienes viven de la maña de conseguir adeptos. En vez de complejizar la discusión, comprendiendo las dinámicas delictuales o atacando las causas del delito, aprovechan el evento para concentrar la atención en el tratamiento apetecido para algún monstruo.

Hace ocho años en este mismo espacio resalté las siguientes palabras de Franklin Zimring y Gordon Hawkins: “Los más serios y odiados infractores de la ley penal son la justificación para nuevas incursiones del poder estatal. (...) La importancia de los sentimientos públicos de vulnerabilidad frente al delito para apoyar la expansión del poder punitivo explica no sólo el incentivo de gobiernos ambiciosos de asustar (o de inculcar miedo) a sus ciudadanos, sino también la naturaleza cíclica del sentido de emergencia frente a problemas particulares del orden penal”.

Vamos por la enésima rotación de este circo frente a complejos problemas sociales y penales que preferimos ignorar. Podemos encerrar de por vida a todas las bestias o los lobos feroces que existan, sin embargo, la violencia sexual contra niñas y niños no disminuirá hasta que no comprendamos que los monstruos son sólo una parte del problema; que la gran mayoría de los casos de violencia sexual acontecen de manera diaria en el seno de los hogares, como si nada.

Los castigos extremos para ciertos monstruos pueden servir para que parte de la sociedad se sienta mejor, pero su destierro eterno no ataca el hecho de que la violación de niñas y niños (y, de hecho, de muchas mujeres) es una práctica prevalente pero invisibilizada en nuestra sociedad, que es cometida todos los días por hombres (que se creen muy distintos a los Garavito o los Arrieta de este mundo).